La niña que nunca se dejó doblegar
La historia de Apolonia es un recordatorio de que, a pesar de los vientos adversos, la lucha por la justicia y la dignidad humana persiste, como una llama que nunca se apaga en el oscuro túnel del tiempo, y a veces parece repetirse. Como hace 40 años, con una mirada seria y su voz cargada de convicción, reclama derechos básicos y un pedazo de tierra donde florezcan los sueños.
Por Laura Ruiz Díaz. Dirección de arte: Gabriela García Doldán. Dirección de producción: Bethania Achón. Producción: Sandra Flecha. Fotografía: Javier Valdez y archivo de Última Hora. Agradecimiento: Rogelio Goiburú.
Una semana después del Día de los Derechos Humanos vivimos una sociedad convulsa. Estas jornadas estuvieron marcadas por el tratamiento exprés de la Ley de Superintendencia de Jubilaciones y Pensiones por un solo sector político. Afuera del Congreso, la represión a los manifestantes se dio de manera brutal e incluso hubo testigos que denunciaron prácticas particularmente crueles; detuvieron a más de 30 personas a punta de cachiporrazos y gas pimienta.
Como bien dijo Remo Carlotto, director ejecutivo del Instituto de Políticas Públicas en Derechos Humanos del Mercosur, estos derechos no son una opción para los estados. Son acuerdos internacionales firmados que se deben acatar y proteger, muchas veces incluso son constitucionales. Pero en nuestro país, a veces la ley es letra muerta.
La real garantía de protección a los derechos humanos son las personas que día a día ponen de sí para hacer un país más justo. Y nuestra protagonista de la nota de tapa de la semana es una de ellas: Apolonia Flores. El equipo de Pausa tuvo el honor de ser recibido en su casa, en Alto Paraná, donde nos compartió su historia y un delicioso ryguasu tykue’i. A cuatro décadas del tristemente conocido Caso Caaguazú, sus objetivos y su compromiso con el bien común siguen inquebrantables, a pesar de las ausencias del Estado en las comunidades campesinas.
La niña de mirada seria
En el año 1992 se localizó un conjunto de documentos oficiales referidos a la represión policial en Paraguay, que son prueba fehaciente de los horrores cometidos durante la dictadura militar dirigida por Alfredo Stroessner, que duró 34 años, cinco meses y 17 días. En ese archivo, disponible en el Museo de la Justicia, llama la atención una ficha de detención que parece irreal: la de una niña de solo 12 años, Apolonia Flores Rotela.
“Chengo yma añepyrû akue alucha con mi familia, con mi mamá, con mi papá, con los compañeros de Acaraymi”, comienza a narrar Apolonia. Ella nació en Santa María, un distrito del departamento de Misiones, lugar en donde se manifestó con más fuerza el movimiento de las Ligas Agrarias Cristianas, “ore organización chokokueháicha pe década del 60 rupi”. La nucleación de agricultores inició con un ideal muy claro: vivir como hermanos y cuidar la dignidad humana.
El historiador e investigador Ignacio Telesca postula que “las Ligas Agrarias no surgen como un movimiento antidictatorial, sino como una organización que defiende sus intereses y, luego, poco a poco, se va desarrollando y postulando un modelo de sociedad específico. Por supuesto, el estronismo no aceptaba otra idea que la representada por ellos, por eso tuvo que erradicar, sacar de raíz, dicha experiencia y lo hizo de la manera más traumática imaginable”. Pensar en una vida digna y con principios de autogestión colectiva molestó bastante al régimen de Stroessner.
Para ella, sus primeros recuerdos de esta época empiezan a sus siete años. “Misiónespe oñeorganizá la ore túa, ore sykuéra: la lucha era para por lo menos conseguir un pedazo de tierra. Porque amo ndoikovéima la yvy, o ndovalevéima la agricultura pe guarâ. Entonces oñeorganizapa hikúai ha ojapo la gestión en el IBR”, relata mientras vuelve casi medio siglo atrás en su memoria. A inicios de los 70, no sin mucha presión de por medio, consiguieron que el Instituto de Bienestar Rural (IBR) ceda 500 hectáreas en Acaraymi, Alto Paraná, para familias de las Ligas Agrarias Cristianas. Y allá se dirigieron a mediados de esa década.
En este momento sigo luchando y voy a seguir hasta el último suspiro para que los campesinos accedamos a un pedazo de tierra donde vivir, donde desarrollarnos como seres humanos, como agricultores”
Apolonia Flores
«La ore vida totalmente ocambiá. Un buen tiempo roiko porâ, romba’apo en comunidad, teníamos chacra comunitaria, trabajábamos todos juntos, siempre organizados”, recuerda. Las comunidades contaban con un huerto común donde todos los pobladores colaboraban, pero también tenían la posibilidad de cultivar en su propia chacra.
“Upéi ya oúma la persecución”, rememora. Y agrega: «Rojeperseguíma ore, una señora que se llamaba ña Muqui, que decía ser dueña de las 500 hectáreas de tierra”. Se trataba de Olga Mendoza de Ramos Giménez, esposa de un general, que reclamó como suyo el terreno en Acaraymi donde Apolonia, su familia y sus vecinos vivían. “Ha upépe ndoroikatuvéima romba’apo, ohóma ohapy rancho hikuái, oraháma la ore túa kuéra preso. Continuamente péicha roiko”, se extiende.
La quema de ranchos, el apresamiento de campesinos y el impedimento de trabajar no fueron suficientes. Estaban marcados como “comunistas” o “hijos de comunistas”, y esa era razón de sobra para impedir su acceso a la escuela o hasta a servicios de salud. Incluso en los casos que podían utilizar estos servicios, significaban kilómetros de viaje. Esa era una de las mayores preocupaciones de ella a sus escasos 12 años: «Chengo che mitâiti, ¿ajépa? Ha ahecha la oikóva la che compañerita kuérape, enterovéa mitâkuérape ahecha la oikóa. No teníamos nada: ni escuela ni hospital ni centro de salud”.
En el texto de Telesca, Anastasio Kohmann reflexiona sobre la experiencia con el IBR: “Les habían indicado esta tierra para que sirvieran de peones en las colonias de los brasileños y japoneses. Pero ellos no cumplieron bien este papel. Y por eso fueron destruidos. Tenían que adaptarse al régimen económico-político de la zona o desaparecer».
El 7 de marzo de 1980, en asamblea comunitaria, decidieron que ya no podían continuar así. “Ovaléma”, decían. Al día siguiente se organizarían para viajar y reclamar a las autoridades estos atropellos. Apolonia, que vio morir a tres de sus hermanos por falta de atención médica, estaba determinada a ir. «Ndororekói voi ro’u hagua, ya vivíamos demasiado mal”, cuenta. “Che ahupi la che po, ha’e akue: ‘Yo voy a salir también porque quiero salud, educación y vivir tranquila’”, nos cuenta. Y nadie pudo hacerla cambiar de opinión, pese a que muchos le repitieron: “Nde nde mitâ, ndovaléi reho”.
Caso Caaguazú
«Nde ko che memby ehóta remano», le dijo Genara Rotela a su hija Apolonia en privado, consciente de que el régimen estronista ya había asesinado a otros líderes campesinos. Y la niña respondió: «No importa, amanoseve que la aviví péicha, en la miseria, mamá. Ápe ndororekói mba’eve. Ahátama». Y así lo hizo, con la bendición a regañadientes de Genara, por la tardecita del 8 de marzo de 1980, junto a la delegación de 20 personas liderada por Victoriano Centurión, conocido como Centú.
Según cuenta Apolonia, el destino era la capital nacional. Sin dinero, pararon un colectivo de larga distancia. “Victoriano les explicó: “Ore campesino rosê hína ore comunidad, ndoroguerekói ni un guaraní, ¿ikatúpa rogueraha? Rohose hína Paraguaýpe”, dice Apolonia. Los 20 subieron al rodado y se ubicaron parados o en el piso.
A la altura de Torín, el colectivo se detuvo; allí había un puesto de control fiscal. Centurión le dijo al chofer que acelere y los inspectores empezaron una persecución. En ese momento, su tío, Mario Ruiz Díaz, al ver la situación, intentó convencerla nuevamente de volver sola. “‘Che ndahamo’ái’, ha’e chupe», cuenta Apolonia.
En la zona de Campo 8, el grupo de 20 bajó y se internó en el monte, con la determinación de llegar a su meta aunque sea a pie. Ruiz Díaz volvió a pedirle que se quede en el colectivo. Pero ella estaba decidida a acompañarlos. Caminaron toda la noche del 8 de marzo y mientras algunos buscaron un lugar más seguro y en la sombra para descansar, otros fueron por agua. Arcadio y Felipe Flores (hermano y primo de Apolonia, respectivamente) se perdieron del grupo. Quedaron 18.
Yo siempre digo: ‘A la pinta, ¿cuándo va a terminar esto?’; con 12 años me manifestaba por un pedazo de tierra con mis padres y ahora estoy luchando por mí, por mis hijos
Apolonia Flores
Al enterarse de lo sucedido con el colectivo, Stroessner en persona ordenó la caza de los “guerrilleros”. Y así fue. El operativo incluyó alrededor de 5000 policías, militares y la llamada “milicia colorada”, un grupo de civiles armados por el propio Estado. Se movilizaron desde motos hasta helicópteros. Todos tenían la orden de acabar con el grupo. “Hetaiterei hikúai, no se podía ni contar”, recuerda Apolonia.
Pasaron dos días y ellos continuaron la marcha, escondidos. Estaban descalzos, con hambre y los pies llenos de espinas y magulladuras. Al ver el movimiento, se dividieron. Apolonia quedó en un grupo con Centurión, Mariano Martínez y Apolinaria González, quienes esperaron la noche para seguir su camino. Pero los militares ya estaban muy cerca. Pese a que era consciente de que podía estar enfrentándose a la muerte, hasta hoy Apolonia no entiende por qué no tenía miedo en ese momento.
En un descuido, llegó la primera ráfaga de balas, que le impactaron en las piernas. La niña de 12 años cayó al suelo. «Ha’e la Ñandejárape, ore Ru yvágape: ‘Oiméramo che de provéchotaiti che hermanokuérape, tome’e chéve una salida’, añembo’e”, dijo Apolonia. Más de 10 militares la rodearon, pero ella siguió sin emitir sonido ni hacer movimiento alguno; hacía lo imposible para pasar por muerta hasta que quisieron tocarla. “¡Ndaipóri opokóa che rehe!”, gritó con fuerza. “Ha oñemondýi hikuái, odisparapa”, cuenta. Pero volvieron y ese fue el inicio de los golpes. A culatazos, preguntaban por Centurión. Fue violentada sexualmente. A gritos, les recordó que ella también era un ser humano, que merecía un trato digno. Por último, intervino un policía que la arrastró por el monte hasta la ambulancia.
Diez de los campesinos que salieron de Acaraymi continúan desaparecidos. Hay testimonios de su asesinato y posterior entierro en fosas comunes, pero los cuerpos siguen sin paradero y las familias claman por sus restos. El año pasado, la Dirección de Reparación y Memoria Histórica del Ministerio de Justicia realizó una excavación en la zona. Encontraron balas y objetos pertenecientes a las fuerzas represivas… pero no los restos óseos. “Ahora se abre otro gran espacio de investigación porque recibimos información de que sacaron los cuerpos de ahí”, contó Rogelio Goiburú a revista Pausa.
La presa política más joven de la historia nacional
Apolonia se debatió entre la vida y la muerte durante su traslado, primero a Caaguazú. Para todos, su supervivencia fue una proeza. Tanto es así que una enfermera la acusó de bruja. “Estoy viva por un milagro de Dios”, respondió la niña. La trasladaron a Asunción aún sin saber si podría soportar el viaje. Despertó días después en el Hospital Policial Rigoberto Caballero.
Recibió tres visitas indeseadas del dictador, quien se acercó con una propuesta: ya que ella salió de su comunidad porque quería formarse, podría estudiar todo lo que quisiera con los gastos cubiertos por el Estado. El requisito era no volver a su pueblo. Ella no respondió, miraba fijo a la pared. En la segunda ocasión, la acusó de comunista y golpista. Una tercera vez la amenazó: si no aceptaba lo que le ofrecía, se iría al Buen Pastor. La niña lo increpó: “¿Por qué a mí? ¿Por qué no a todos los niños de Acaraymi?”.
Tras restablecerse, fue fichada como “peligrosa guerrillera” —sí, con solo 12 años— y trasladada al Buen Pastor. En la cárcel estudió oficios, escribió. Si bien ya no recibía torturas, los fines de semana las encargadas la obligaban a emborracharse y fumar cigarrillos. Allí recibió visitas de organismos de Derechos Humanos, de su madre, de médicos.
Apolonia fue liberada poco más de un año después de su detención y su comunidad la recibió con un karu guasu de bienvenida. Los militares interrumpieron a culatazos la celebración y quienes fueron a verla también fueron brutalmente golpeados.
El derecho a vivir en paz
En Acaraymi no tenía acceso a un hospital ni a un centro de salud, así que recurría al pohâ ñana para curar sus dolencias. Las secuelas de la tortura y de las balas la van a acompañar toda su vida. A veces no puede dormir de dolor, sobre todo en las piernas, que es donde recibió los impactos. Y ni hablar de la cuestión psicológica. El Estado nunca garantizó su cuidado, a pesar de todo el daño que le fue infligido.
Poco más de 40 años después, para Apolonia, la odisea por una vida mejor para todos continúa. “Como luchadora, como madre, siempre sigo luchando por la gente”, dice con convicción. Dentro del asentamiento, es parte de la organización de las comisiones vecinales para mejorar su comunidad. Actualmente, por ejemplo, están gestionando la realización de una cuneta para evitar que el agua se concentre en las casas.
Pero no se queda ahí. A los 12 años, su clamor era por la educación, y a sus 56, lo sigue siendo. “También soy la presidenta del colegio [de la asociación de padres]. Lo que se puede, hacemos, y juntos porque sola una no logra nada”, dice. Y remarca la solidaridad colectiva ante la ausencia estatal: “Hay que estar unidos, apoyarnos unos a otros y ser solidarios. Estamos mejorando nuestra comunidad gracias a la gente y a la organización, porque el Estado tampoco es que está presente; no da nada, no ayuda”.
Cuatro décadas después del calvario que sufrió a manos de la dictadura, la situación no es muy distinta. “Hasta ahora sigo luchando en mi comunidad por un pedazo de tierra. Todavía no tengo el título y persisto para tener donde trabajar, para darle educación a mi hijo más chico”, remarca. La comparación es muy clara: “Yo siempre digo: ‘A la pinta, ¿cuándo va a terminar esto?’; con 12 años me manifestaba por un pedazo de tierra con mis padres y ahora estoy luchando por mí, por mis hijos. En su momento fue por mi comunidad, para que tengamos escuelas, por lo menos un puesto de salud y nuestra parcela para trabajar, y ahora no es muy distinto”.
“En este momento sigo luchando y voy a seguir hasta el último suspiro para que los campesinos accedamos a un pedazo de tierra donde vivir, donde desarrollarnos como seres humanos, como agricultores”, sostiene. Uno de los grandes inconvenientes que ella identifica es la burocracia y la centralización, que describe como “interminable”. “Nosotros vendemos nuestras gallinas, cualquier cosa para juntar para nuestro pasaje y hacer las gestiones”, cuenta. Muchas veces, estas gestiones llevan años.
El sueño aún persiste
“Yo soñaba con tener un modelo distinto, ahora está muy difícil la situación”, dice Apolonia. Y recuerda el proceso de autogestión inspirado en los valores cristianos de las Ligas Agrarias. La producción estaba destinada al consumo familiar, era variada y se buscaba la nutrición. Entre todos, colaboraban para mejorar el rendimiento de los cultivos y diversificar: incluso había comunidades donde se trabajaba en piscicultura.
El antropólogo etnográfico canadiense Kregg Hetherington plantea en su libro El Gobierno de la soja: La regulación de la vida en la era de los monocultivos cómo Paraguay fue del monocultivo de algodón al de soja. Da cuenta de cómo el Estado pasó a volverse un protector y un garante de la producción de esta semilla, incluso por encima de la vida de la gente.
Las cifras de 2022 dan cuenta de 148.893 toneladas de hortalizas importadas a nivel nacional, la mayoría para consumo familiar, mientras el 95 % de las tierras productivas están en manos de cultivos empresariales (soja, maíz modificado, arroz, trigo) y solo el 5 % restante, en las de campesinos e indígenas (maíces nativos, poroto, mandioca, maní). Estos datos fueron publicados en el texto La vieja política agraria continúa. El 1,6 % sigue estando mejor con el 77 % de las tierras, en Derechos Humanos en Paraguay 2023, editado por la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy).
La realidad que vivimos hoy es muy distinta al ideal soñado —y en puntuales ocasiones logrado— por las Ligas Agrarias Cristianas. “En su momento me opuse a la plantación de soja y al uso de agrotóxicos, porque nos merecemos respirar aire fresco, puro, sin contaminación; pero nuestro Gobierno no hace nada”, dice Apolonia. Y prosigue: “Echan los montes y lo que hay es soja; ahora cada vez viene más fuerte el clima, llueve con tormenta. Creo que es la consecuencia de la destrucción de nuestra naturaleza”.
¿La solución? Según Apolonia, “hay que trabajar, plantar aunque sea de a poco para recuperar, pero cuesta mucho. Todo el mundo debe hacer eso y la gente también tiene que ser consciente cuando por necesidad alquila su terreno a los extranjeros y destruyen todo”. Ella ve con mucha preocupación la persecución judicial a quienes reclaman territorio. “La cosa está difícil, pero tenemos que seguir golpeando puertas para que se haga justicia por nuestros hermanos campesinos e indígenas”, remarca.
“La tierra ndaha’éi mercancía”, sentencia Apolonia. “Tenemos el derecho a un pedazo de tierra; yo soy campesina y dependo de eso para que mi familia coma y tenga educación”, explica. “Por eso dije siempre: ‘La tierra es nuestra madre porque nos alimenta, ¿qué va ser de nosotros en el campo y en la ciudad si la destruimos?”, cuestiona. Y con esta frase resume una visión de mundo.
Apolonia luchaba por un sueño: la garantía de sus derechos básicos. Pese a todo el martirio y a lo que queda pendiente, se lograron algunas conquistas. Hoy, ya no pueden negar la matriculación a hijos de militantes o de dirigentes campesinos en la escuela. Con la llegada de las Unidades de Salud Familiar también hay acceso a atención sanitaria en muchas zonas rurales. “Si los jóvenes tienen un sueño, que no dejen de luchar hasta conseguirlo. El mío era educación, salud para todos mis compañeros y mi comunidad. Y después de mucho, algo se logró”, manifiesta.
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