Entre las dos se equilibra mi corazón
¿En qué momento una deja de ser de un país para convertirse en migrante? Es como preguntar cuándo te enamoraste de alguien. Quizás podés identificar el instante en que lo dijiste o cuándo lo aceptaste, pero, en realidad, no se trata de un punto específico, sino de una serie de situaciones que, a veces, sin darnos cuenta ni proponernos siquiera, nos llevan a eso.
Mi historia es, claro, una muy privilegiada. Yo no tuve que dejar a mis hijos, fue por decisión propia, siempre tuve la opción de regresar. Viajé a un destino y por un motivo de elección. Quizás por todo ese contexto tardé en darme cuenta, en reconocerme como migrante.
Sin embargo, cuando me encontré extrañando un lugar donde no nací; cuando descubrí un aspecto de mi persona que no habría existido sin ese otro contexto, sin esa cultura y las experiencias vividas; cuando me di cuenta de que el techaga’u, el longing, no era un sentimiento estático, no se trataba de algo que se acababa, sino que me acompañaba siempre… ahí entendí que —como dice Drexler— me convertí en “de todos lados un poco” y “de ningún lado del todo”.
Dicen que el proceso de adaptación toma unos seis meses, así que, cuando más o menos me acostumbré a vivir en otro continente, en otro idioma y lejos de mis afectos, ya tocaba retornar. No me dio tiempo ni de extrañar el asado, para ser honesta.
Y, la verdad, tuvo mucho sentido, porque incluso antes de vivir en el extranjero, algo que me ha caracterizado toda mi vida es el sentirme siempre un poco sapo de otro pozo. Por eso, la primera vez que anuncié que me había ganado un beca de nueve meses, fue hermosa la reacción de mi entorno: nadie dudaba de que viajar a Francia estaba en mi destino, que seguramente no iba a querer volver, que “yo no soy luego para Paraguay” (como si eso fuera un halago).
Entonces tenía 25 años. Dicen que el proceso de adaptación toma unos seis meses, así que, cuando más o menos me acostumbré a vivir en otro continente, en otro idioma y lejos de mis afectos, ya tocaba retornar. No me dio tiempo ni de extrañar el asado, para ser honesta.
Debe decir: lo que no me esperaba era que, una vez acá, se despertara en mí el ennui francés. Como aún no hacía terapia, no me atrevo a diagnosticarme y decir que eso era depresión, pero se le parecía. Había algo que no encajaba. Me costaba adaptarme a la rutina. Me encontré en mi mismo puesto de trabajo anterior y no lograba terminar un artículo; escribir, de repente, se había vuelto una pesadilla. Me sentía en un sopor y constantemente aburrida, y ya no me divertía ni con los amigos a quienes había extrañado mares. Me sentía una cascarrabias todo el tiempo y hasta mi madre me dijo que andaba insoportable. Mucho tiempo después me enteré de que esos son los efectos de la migración inversa. Porque sí: viajar e instalarse en un lugar donde todo es diferente cuesta, pero volver también lo es.
La segunda vez, cuando me mudé a Londres por un periodo de varios años, pude entender que ya no importaba dónde estuviera: siempre habría una parte de mí que extrañaría a la otra. Mi versión londinense sentía techaga’u por mi familia y amigos del día a día, por las empanadas y el lomito (porque sí, gente, les cuento que no van a extrañar ni el asado ni la chipa guasu tanto como el lomito callejero), y me descubrí prefiriendo pasar un domingo en casa cocinando sopa paraguaya para mis amigos (lo que hubiese sido una ofensa en mi vida asuncena) antes que entregarme a la locura de la vida cosmopolita de una de las capitales más importantes del mundo. Mientras, de regreso a Asunción, sufría homesickness (melancolía, techaga’u, un sentimiento de tristeza por estar lejos de casa) por los días grises, los paseos en el parque, las caminatas a lo largo del río y las visitas al pub que eran parte de mi rutina brit.

Pero extrañar es solo una parte de la experiencia del migrante. Creo que algo aún más fuerte que eso es la búsqueda de pertenencia. Es como que si cruzáramos ese umbral, perderíamos una pieza del rompecabezas de nuestra identidad, una que después buscaríamos para siempre.
En ese sentido, una versión mía que extraño mucho es la que tenía citas consigo misma en sus museos favoritos. Uno de los que visitaba frecuentemente era el Tate Modern, el museo de arte moderno y contemporáneo. Allí me encantaba descubrir a los artistas y a las obras que resonaban con mi experiencia o me acercaban íntimamente realidades completamente opuestas a la mía; allí me encontraba a mí misma de nuevo. Así fue que conocí a la artista británica nacida en Zanzíbar Lubaina Himid y a la obra que me conquistó: Between The Two My Heart Is Balanced o en español, Entre las dos se equilibra mi corazón.
Con gruesas pinceladas de pintura acrílica, la obra representa a dos mujeres negras vistiendo estampados y tocados de estilo africano en medio del mar en un pequeño bote gris. En la parte trasera del bote, visible entre los cuerpos de las dos, llama la atención una pila de objetos planos y coloridos.
Himid reinterpreta el título para sugerir otros significados, que hacen referencia a las luchas por la identidad y el sentido de pertenencia que enfrentan los migrantes al viajar a través de océanos y mares.
Esta pintura comparte su título con un grabado de 1877 del artista francés James Tissot: Entre les deux mon coeur balance. En el grabado de Tissot, un soldado está sentado en un pequeño bote entre dos mujeres blancas, sugiriendo que el hombre está dividido entre dos posibles amantes. En cambio, Himid reinterpreta el título para sugerir otros significados, que hacen referencia a las luchas por la identidad y el sentido de pertenencia que enfrentan los migrantes al viajar a través de océanos y mares.
Según la artista, la pila de objetos de colores entre las dos mujeres —que ocupa la posición del hombre en el grabado de Tissot— representa mapas. Entonces, el hecho de que las mujeres parezcan estar rompiendo estos mapas en pedazos podría interpretarse como un rechazo a las formas de conocimiento y navegación tradicionalmente controladas por hombres blancos. Según Himid, es “una reflexión sobre qué pasaría si las mujeres negras se reunieran e intentaran destruir mapas y cartas de navegación, deshacer lo que se ha hecho”.
Me parece una metáfora hermosa sobre la migración y el ser una mujer proveniente de los sures: quizás no se trate de la lucha por pertenecer, sino de romper los mandatos para crear nuevas alternativas, nuevos lugares que sean nuestros.
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