Existe una creciente evidencia que sostiene que los descendientes de sobrevivientes de traumas, como el holocausto, las guerras civiles, la esclavitud o la hambruna, tienen mayores riesgos de depresión, ansiedad, alcoholismo, trastornos metabólicos, estrés postraumático e incluso muerte prematura. Pero la gran pregunta es: ¿es esta una característica heredada?
Un niño y su hermanito se esconden en un bosque hace meses. Duermen en una especie de búnker subterráneo. Guardan silencio para no llamar la atención de los soldados que invadieron su pueblo. Un día, el hermano más chico comienza a llorar sin parar. Aterrado, el niño trata de hacer callar a su hermano, abrazándolo con fuerza, pero el bebé llora y llora. El niño lo abraza cada vez más fuerte, tratando desesperadamente de que el bebé deje de llorar y salvar la vida de ambos, pero su hermano no se detiene. Hasta que, de repente, lo hace. El cuerpecito se queda quieto para siempre.
Una generación después, el niño tiene una hija. Le va bien, es exitosa y reconocida en su trabajo pero sufre de asma y tiene problemas para respirar, especialmente cuando entra en pánico. Teme profundamente el abandono y la muerte. Con este ejemplo de Elemental uno podría preguntarse: ¿Existe alguna conexión con la experiencia de su padre? Varios terapeutas y científicos se abocaron al estudio de la herencia del trauma y de su posible afectación entre generaciones con el objetivo de encontrar la mejor manera de detener el legado del dolor.
El trauma es un término de origen griego que significa “herida”. En la Grecia clásica ya se empleaba esta palabra y toda la terminología asociada (traumatizar, traumático, traumatismo) para referirse tanto a lesiones mecánicas producidas en el orden de los daños físicos, como a otras heridas de carácter más espiritual provocadas por diversos tipos de catástrofes de orden natural, histórico o cultural. En la actualidad, el término trauma mantiene este significado casi sin ninguna variación en gran parte de las lenguas modernas.
Hoy se utiliza la palabra “trauma” exclusivamente para hablar de su aspecto psíquico y “traumatismo” para hablar del físico. El trauma es el núcleo neurálgico del psicoanálisis cuya noción pasa de ser una categoría médica a un concepto psíquico a partir de los aportes de Sygmund Freud al debate psiquiátrico a fines del siglo XIX. Para el padre del psicoanálisis, el trauma es “toda vivencia que suscite los afectos penosos del horror, la angustia, la vergüenza, el dolor psíquico, cuyo recuerdo obra al modo de un cuerpo extraño que aún mucho tiempo después de su intrusión tiene que ser considerado como de eficacia presente”.
Estudios del trauma
De acuerdo a un artículo publicado en la revista Science, la propia investigación de Skinner en animales sugiere que los cambios en el epigenoma, un remolino de factores biológicos que afectan la forma en que se expresan los genes, pueden transmitirse a través de múltiples generaciones.
Si el trauma puede desencadenar tales cambios epigenéticos en las personas, las alteraciones podrían servir como “biomarcadores” (una sustancia que permite medir un estado de salud o una enfermedad) para identificar a las personas con mayor riesgo de enfermedad mental u otros problemas de salud, y como objetivos de intervenciones que podrían revertir ese legado.
Otro artículo publicado en la revista científica Proceedings of the National Academy of Sciences en el 2008 sostiene que los niños que estuvieron expuestos en el útero materno al invierno de la Hambruna Holandesa que ocurrió en los Países Bajos en 1944, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, llevaban una marca química particular, o firma epigenética. Los investigadores lo relacionan con diferencias en la salud de los niños más adelante en la vida, incluida una masa corporal superior a la media.
En el 2018 investigadores de California publicaron un estudio de prisioneros de la Guerra Civil que llegó a la conclusión de que los hijos varones de prisioneros de guerra abusados tenían un 10 por ciento más de probabilidades de morir que sus compañeros en cualquier año después de la mediana edad. Esto es a pesar de que los hijos nacieron después de la guerra, por lo que no podrían haber experimentado sus horrores personalmente.
La explicación que encontraron los autores fue la epigenética, es decir, la idea de que el trauma puede dejar una marca química en los genes de una persona que luego se transmite a generaciones posteriores. En una entrevista que le hace la revista The Atlantic a Randy L. Jirtle, investigador de epigenética de la Universidad Estatal de Carolina del Norte, define al epigenoma como un tipo de software que se ejecuta en una celda similar a una computadora.
Este epigenoma puede afectar a muchas células diferentes, al igual que un programa de software se puede ejecutar en muchas computadoras diferentes. Jirtle dice que el estrés en el sistema mueve la maquinaria para eliminar (o no) los marcadores epigenéticos. Para el investigador, el estudio acerca de los hijos de prisioneros de guerra podría ayudar a explicar por qué los estados del sur de los Estados Unidos, que tuvieron una escasez de alimentos más grave durante y después de la Guerra Civil, tienen peores resultados de salud en la actualidad.
Los hallazgos de este siglo intensificaron el interés por el tema, generando más estudios, de los descendientes de los sobrevivientes del Holocausto, de las víctimas de la pobreza, que insinúan la heredabilidad del trauma. A ciertos estudiosos, sin embargo, no les convence la idea porque de ser así, cada uno sería susceptible a heredar algún rastro de la experiencia de nuestros padres e incluso de los abuelos, en particular, su sufrimiento, que a su vez modifica nuestra propia salud y quizás también la de nuestros hijos.
Las huellas del racismo
“El trauma no se transforma, se transfiere”, expresó la terapeuta y activista Tabitha Mpamira-Kaguri en su TedTalk del 2019. Su trabajo se centra en la intersección entre la transferencia y la transformación del trauma a través de generaciones. Según explica Tabitha, los dolores, la ansiedad, el estrés, la depresión y hasta la búsqueda de aislamiento entre las personas de comunidades negras y racializadas son también respuestas genéticas a una serie de acciones violentas por las que ha atravesado su ascendencia más próxima, pero también sus ancestros.
Los afroamericanos sufren desproporcionadamente una morbilidad más severa y debilitante por dolor crónico que los blancos no hispanos. De acuerdo al artículo Could epigenetics help explain racial disparities in chronic pain? publicado en el 2019 en la revista académica Dove Press, estas diferencias pueden surgir de una exposición diferencial a factores psicosociales y ambientales, como experiencias adversas en la niñez, discriminación racial, nivel socioeconómico bajo y depresión, todos los cuales se han asociado con el estrés crónico y el dolor crónico.
“La raza, como construcción social, hace que los afroamericanos sean más propensos a experimentar diferentes condiciones de vida temprana, lo que puede inducir cambios epigenéticos que sostienen las diferencias raciales en el dolor crónico. La epigenética es un mecanismo por el cual factores ambientales como el estrés infantil, la discriminación racial, las dificultades económicas y la depresión pueden afectar la expresión genética sin alterar la secuencia genética subyacente”, expresa el documento.
La idea de que llevamos algún rastro biológico del dolor de nuestros antepasados tiene un fuerte atractivo emocional. Resuena con los sentimientos que surgen cuando uno ve imágenes de hambruna, guerra o esclavitud. Y parece reforzar las narrativas sobre el trauma y cómo su legado puede repercutir en las familias y a lo largo de los siglos. Pero, por ahora, y para muchos científicos, la investigación en epigenética aún no pudo demostrar que las crueldades humanas pasadas afectan nuestra fisiología actual, de una manera predecible o consistente.
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