Presentes, empáticos y comprometidos socialmente
Desde canciones para enseñar el consenso hasta la posibilidad de desarrollar aplicaciones como pasatiempo, los padres de hoy cuentan con más herramientas e información que cualquier otra generación. Sin embargo, eso no los priva de enfrentarse a los desafíos e incertidumbres propios de su tiempo. Miky González Merlo (35), Esteban Aguirre (42) e Ignacio Fontclara (41) abren la conversación sobre masculinidades y estilos de crianza y reflexionan desde sus roles en la música, la creatividad y la cocina, respectivamente.
Por Jazmín Ruiz Díaz Figueredo. Fotografía de Javier Valdez.
“De niño me enseñaron a ser gallo y que un cobarde es un gallina, que el hombre que las morras aman bravo va de a golpes por la vida (…). Y ahora que saben cómo ruge el león, me piden que cambie”. El lenguaje de Miky González Merlo es la música. Por eso, cuando le pregunto al vocalista de Villagrán Bolaños sobre los desafíos que atraviesa una generación de hombres marcada por las contradicciones, responde a través de estos versos, que pertenecen a la canción Cambia!, del cantautor español C. Tangana junto a Carin Leon y Adriel Favela.
Si traducimos lo que dice el tema al lenguaje de los expertos, la intuición musical de González Merlo es acertada. Al entrevistar adolescentes varones para el libro Boys & Sex (Los chicos y el sexo), Peggy Orenstein se encontró con una realidad similar a la que describe la canción de C. Tangana. Según la autora estadounidense, la mayoría de sus entrevistados mostraban visiones igualitarias sobre el rol de las mujeres en la esfera pública y se distanciaban claramente de perspectivas machistas de generaciones anteriores. Sin embargo, cuando se les pidió que describieran los atributos del «tipo ideal», esos mismos chicos parecían remontarse a 1955: “Dominio. Agresión. Apariencia robusta. Destreza sexual. Estoicismo. Atletismo. Riqueza”, fueron las cualidades resaltadas, según escribe Orenstein para The Atlantic (2020).
“Los que ahora tenemos entre 30 y 40 fuimos criados con la creencia de que los hombres no lloran y hoy nos damos cuenta de que no es así”, reflexiona el músico y arquitecto de 35 años. A lo que agrega una cita del cómico español David Broncano: “Me identifico cuando dice: ‘Yo sé que la carne y todo eso hace mal, pero cada generación con su tema. Nosotros estamos encargándonos de eliminar el patriarcado. No nos pidan también que cambiemos el tema de la carne’. Entonces es unatema cuestión generacional, y no es fácil el proceso de desaprendizaje”.
Miky (35), papá de Leo (nueve meses): “Somos una generación puente”
El siete de setiembre de 2020, Amalia y Miky dieron la bienvenida a Leo González Rivas. La llegada del primer hijo significa la toma de decisiones en la crianza para aquellos padres y madres primerizos, y la pareja no fue la excepción en este sentido. Una de esas decisiones fue no conocer el sexo del bebé hasta el nacimiento. “A muchos familiares eso les generó conflicto porque no sabían qué regalarnos, si rosa o celeste”, comenta él; “entonces nos dieron blanco y amarrillo, y cuando nació empezaron a aparecer las cosas celestes, pero no tanto. Entendieron la onda: que eso no es lo importante, que no hay que condicionar de una”.
Para el cantante de El ritmo subtropical, los padres de la generación millennial pueden estar confundidos en muchas cosas, pero algo tienen bien en claro: “Hay que criar sin esos paradigmas o preconceptos de cómo debe ser el nene, de cómo debe ser la nena. No es fácil. Nos criaron de una forma y estamos aprendiendo a desconfigurarlo. Creo que el desafío más importante para esta generación de padres está en poder transmitir lo que se fue conquistando”.
Si los bebés vienen con el pan bajo el brazo, Leo se vino con canciones. Meses después de su nacimiento, Miky lanzó Verde, su primer disco de solista, además de una serie de temas con Villagrán, siendo el más reciente Sos un capo. “A medida que se acercaba la llegada de este pibe, me entraba el miedo de que no iba a poder hacer más nada. Tengo la suerte de contar con la profesión de arquitecto, que nos da de comer, pero también mi otra profesión me da de comer, la de artista, aunque con la pandemia se puso un poco más difícil. El temor de quedarme sin tiempo para dedicar a la música me apresuró a terminar mi disco de solista, aunque en realidad ya lo venía trabajando desde hace rato”, revela.
Este miedo, para suerte de los seguidores de González Merlo y Villagrán, fue equivocado. La música sigue y no se limita a los escenarios. A Leo, de nueve meses, su padre le canta todo el tiempo, y aunque “van saliendo improvisadamente”, el cantautor toma registro de ellas, ya que no descarta la idea de producir materiales destinados al público infantil. “Una pregunta que me parece interesante”, reflexiona, “es qué se les puede cantar a los niños, que sea provechoso. Siempre trato de que la música que hago tenga un contenido lírico y sirva de algo. Pero ahora le sumo la pregunta: ¿Qué pasa si esto lo escucha un niño?”.
Sobre el poder educador y transformador de la música, se explaya sobre un tema en concreto, que es el consentimiento. “Se puede cantar a los niños y así enseñarles que hay cosas que los adultos no pueden hacer; por ejemplo, tocarles”, dice. Aquí se refiere a la canción Hay secretos, del grupo infantil argentino Canticuénticos. A través de los versos: “Hay secretos livianitos / Que te llevan a volar / Y hay secretos tan pesados / Que no dejan respirar / No se tienen que guardar / Los secretos que hacen mal”, esta canción, que compartió en clase un profesor de música de Neuquén, ayudó a destapar casos de abuso infantil que encontraron sentencia judicial.
En este momento, la entrevista vía Zoom se interrumpe con la llegada de Leo, que pide estar en brazos de su papá. Al mirar a su bebé, reflexiona: “Mi hijo quizás ya va a criar a los suyos sin necesidad de cuestionarse la rigidez de los roles de género, ya lo va a tener incorporado. Pero para nosotros, todavía es difícil. Mi mamá me decía que ellos son la generación que creció con miedo a sus padres y terror a sus hijos. Nosotros ya no tenemos miedo, ni de nuestros hijos ni de nuestros padres, y eso está bueno. La principal diferencia entre nuestra generación y la de ellos radica en que nosotros sabemos que podemos estar equivocados”. Miky se despide. Llegó el momento de cambiar pañales y, ahora, le toca a él.
Esteban (42), papá de Roa (8): En la sociedad de la información, hay que enseñar a sentir
Si la palabra “creativo” le queda corta a alguien, es a Esteban Aguirre. Fundador de El Guarará, un encuentro gastronómico que creció hasta convertirse en movimiento cultural, también está al frente de la editorial Dos Maletas y tiene amplia experiencia tanto en materia de comunicación como de publicidad, tras haber sido propietario de una conocida agencia por 10 años.
Su renuncia al mundo publicitario tuvo todo que ver con la llegada de su hijo, Roa, hoy con ocho años, ya que le abrió los ojos para entender que quería contar historias y dedicarse a proyectos donde también pudiera dejar un legado. “En el momento en el que vendí la agencia eran 11 empresas y 168 empleados; y yo veía que el siguiente paso sería vender humo, interrumpirles YouTube a los chicos para pasar anuncios y ellos ya están por encima de eso”.
Para Esteban, ser padre en tiempos de la sociedad de la información y la hiperconectividad es un privilegio, pero también viene con una carga de responsabilidad extra. Sin embargo, a la tecnología no le tiene miedo, sino que la ve como un medio para abrir conversaciones importantes: “Suelo repetir la frase de una tía mía, que dice: ‘La tecnología alejó a los de cerca y acercó a los de lejos’”. Para él, más que nadie, esta frase tuvo sentido. Como padre separado poco tiempo antes de la pandemia, la videollamada ya se había convertido en un espacio de encuentro entre padre e hijo. “El proceso de leerle un cuento de buenas noches ya sucedía vía Facetime. Cuando se vino el fin del mundo y tenían que darse clases a través de pantalla, para nosotros no fue nada nuevo”, cuenta al respecto.
“Mi hijo habla con una terminología muy fluida que combina el español mexicano, paraguayo y de otras partes gracias a YouTube”, comenta como una característica que varios padres y tíos ‒me incluyo‒ notarán como rasgo distintivo de los niños de su entorno. Para él, no se trata de ser el padre “anticuado” que se pelea con las pantallas; esa fue lucha que perteneció a los de décadas anteriores, que tuvieron que enfrentarse a los millennials como una generación a la que se atribuye, no del todo injustamente, responder al mito de Narciso contemporáneo: tan enamorados de su reflejo, que cayeron ahogados al mar de data, en este caso. Ser padre de un centennial representa, para Aguirre, una oportunidad porque ve prometedora a la generación de su hijo: “A estos tipos ‒refiriéndose a la generación Z‒ yo ya les siento que son como Joe Pesci en Goodfellas: están rayados con los hermanos de la generación anterior que se pasan mirándose a sí mismos y ya no quieren fotos”.
Desde un punto de vista de comunicador, analiza que vivimos en un momento único en el que todo el contenido interesante del planeta está liberado, lo que también significa vivir en un estado de ansiedad constante. “A mí me pasaba”, recuerda, “que viví desde tener que ir a la casa del abuelo donde había un mueble gigante con la enciclopedia y prestaba la letra V porque estaba estudiando Vietnam para devolver a la semana siguiente, a tener en mi computadora la Encarta distribuida en seis CD-Rom, a empezar a laburar con el dial-up y después buscar un café con Wi-Fi como condición excluyente para trabajar”.
Observar internet en este momento es como el comienzo de The Truman Show porque la vida de los chicos se expone en vivo desde que nacen. Sin embargo, aunque Esteban muestra desconfianza hacia las redes sociales y las corporaciones que generan ingresos al vender los datos de sus usuarios, también ha encontrado, a través de la curaduría de los contenidos y las aplicaciones precisas, espacios para cuidar la salud mental y conectar con Roa. “Con mi hijo meditamos, usamos aplicaciones como Headspace, que quitó un programa en Netflix. También en esta plataforma de streaming vemos Waffles y Mochi, que es una serie para niños que explora la gastronomía y aparece Michelle Obama, pero también el chef Massimo Bottura. Y me parece genial, porque si bien no pretendo que necesariamente a Roa le apasione la gastronomía, me interesa que explore”.
En cuanto a qué contenidos consumir para el entretenimiento, tiene una respuesta indudable: Plaza Sésamo. “Es lo que yo consumía de niño y me enseñó mucho. Ellos siguen las bases de la educación STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas, según sus siglas en inglés), pero cambian la E de Engineering por Entertainment (entretenimiento), y me parece que debería estar migrando hacia ahí”, explica. Esto lo amplifica con la necesidad de entender que las cosas han cambiado, y en ese sentido “la curiosidad mutó a ser inteligencia en conjunto con creatividad desde que el dios Google está en nuestras pantallas todos los días. Entonces, ¿qué es ser inteligente? Es hacerte una buena pregunta. ¿Qué es ser creativo? Es hacerte más preguntas alrededor de eso. Los chicos son naturalmente curiosos, pero lo que pasa es que a veces no tenemos la energía para pimponear en la velocidad con que se comunican”.
Una cosa que le quita el sueño a Esteban es preguntarse cuáles son las habilidades y conocimientos que, como padres de la siguiente generación de adultos, deberían estar enseñando hoy. Expresa que, en ese sentido, se siente como en un laboratorio tratando de explorar qué les va a servir. “Es una generación de sabelotodos que no sabe qué sentir. Les preguntás datos y te responden con un sinfín de información, pero si les preguntás cómo se sienten, no saben qué decir, porque no se pueden googlear emociones. Entonces, estoy muy interesado en cómo avanzar con eso. Sobre cómo generar diálogo y escucha empática con nuestros hijos. Me fui dando cuenta que se trata de abrir ese diálogo hasta un punto de reflexión, de preguntarles: ‘¿Qué aprendiste vos sobre esto? ¿Qué me podés contar?’”.
Ignacio (41), papá de Laurel (8) y Laia (6): La cocina como un espacio para crear memorias
En el teatro, uno de los métodos más respetados de interpretación es el desarrollado por el ruso Konstantin Stanislavski, quien introdujo la memoria emotiva como una herramienta para valerse de las propias experiencias, conectar sensaciones y emociones propias con las del personaje que se interpreta y llevar mayor veracidad a la escena. Con la misma pedagogía de un artista escénico, Ignacio Fontclara (41) transita la educación alimentaria como una filosofía de vida al núcleo de Karu, su emprendimiento gastronómico, pero también, en su rol de padre de Laurel (8) y Laia (6). “Cocino yo y cocina Karin, mi esposa. Ella, sobre todo, se encarga de los dulces. Entonces, todo el tiempo la cocina de casa está ocupada y se producen cosas. Eso genera algo que las niñas ya tienen incorporado, y es en esa rutina donde se graba en la memoria”.
Ignacio continúa el legado familiar con su propio sello, antecedido por su padre y su abuelo en el negocio panadero. Confiesa que ese gusto por el comer sano, comer bien y comer de todo no viene de siempre, sino que le tocó aprender a través de su propia experiencia. “Hasta que me fui a vivir solo, yo no comía nada, era un fracaso”, confiesa. Vivió 12 años en el exterior, donde se formó como panadero y trabajó en cocinas importantes de distintas ciudades de Europa. Al regresar en 2010, llegó decidido a implementar la filosofía slow food y, al poco tiempo, abrió las puertas de Karu junto con su socia, Mónica García. Aunque afirma que cada vez se considera más slow food, hoy ya la implementa alejado del activismo, debido a que sus tiempos los dedica a ser padre, en primer lugar, y llevar su emprendimiento, en el segundo.
Los momentos de cocinar y comer son sagrados en el hogar de Fontclara. “Nosotros tenemos una máxima, que es comer juntos sí o sí”, afirma categórico, “en salvadas ocasiones no lo hacemos. Ahora que mis hijas están más grandecitas, ellas van a hacer pijamadas a lo de su abuela y ahí se da una excepción. Yo puedo llegar una vez al mes a no comer con ellas”. Es por eso que a la pandemia, cuando el mundo se vio obligado a romper con un estilo de vida agitado y de mucho transitar, él y su familia la vieron como una oportunidad de seguir con una rutina construida con gusto: “Creemos que la educación como tal se da en la casa. La escuela es una extensión social, que de una manera instruye. Entonces, nosotros no estábamos de acuerdo con eso de que la educación de nuestras hijas se detuvo por la cuarentena. El problema es cuando la escuela pasa a suplir ese núcleo o a ser la guardería. De hecho, elegimos un colegio donde las nenas específicamente no comen”.
Ahora bien, ¿cómo educa a sus hijas sobre alimentación el cocinero que se volvió una de las caras más visibles del comer saludable y como en casa? Lo explica con una analogía: “La educación de un cocinero no se termina nunca, y tenés que probar la mejor versión de un ingrediente, y también la peor, para conocer toda la gama”. Para él, lo mismo pasa con un niño, por eso sus primeros años son claves: “Con mis hijas trabajamos que no existe el ‘no me gusta’, sino el ‘ahora no me apetece’”.
En una cultura que bombardea con mensajes negativos sobre qué les gusta a los chicos ‒la comida chatarra‒ y qué no ‒las verduras de todo tipo‒, en el hogar que conformó con su esposa Karin, este obstáculo se superó de manera casi orgánica, con un educar desde el ejemplo y la rutina. “Trato de enseñarles a mis hijas cuánto cuesta producir un alimento, pero en cuanto al valor, al trabajo. Por eso, hacemos muchas salidas, por lo general a granjas de proveedores. Que ellas estén ahí, metidas, se les va grabando. Entonces les puedo decir: ‘Hoy vamos a hacer batata frita en vez papas frita, con la batata que cosechamos’, y eso adquiere otro valor”, asegura.
Está en contra de pedir delivery, porque siente que eso responde a una cultura del “kaigue” y de que se ofrezca “menú niños” en los restaurantes, pues lo considera “una forma terrible de unificar el gusto de los chicos como uno solo”. Ignacio enfatiza la necesidad de espacios para crear una conversación con los menores en torno a la alimentación. “Yo creo que la corrupción empieza en el paladar”, afirma, refiriéndose a negarle al niño la leche materna como el primer engaño, y agrega: “Después pasás a la papilla, un alimento tan mitificado. Las madres piensan que es saludable, pero la verdad, es un alimento ultraprocesado, que te ponés a leer y decís, ¿cómo puede ser?”.
Finalmente, comparte que su vínculo con la religión es un eje que le ha ayudado a consolidar este núcleo familiar: “Soy musulmán converso, lo que es atípico en una sociedad mayoritariamente cristiana, y eso a mí me transformó. Dentro del Islam, yo sigo el sufismo, donde la figura del maestro en vida lo es todo. Esa figura es la que me bajó línea de todo… A mí me enseñaron desde cómo comer a cómo vestirme, y ese eje es el que me mantiene. De allí que me parece tan importante la disciplina; pero ojo, disciplina hablada desde la más tierna sutileza”.
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