Nota de tapa

Crónicas desde Eusebio Ayala

La capital del chipá

En Paraguay, el chipá no es solo un pan: es tradición, resistencia y comunidad. En esta edición, recorremos cinco paradas icónicas donde mujeres como ña Ana y ña Nena mantienen viva la receta, mientras que otras, como las de chipería Leticia, la reinventan; el icónico Juan Ramón Ayala la transporta por kilómetros en una ruta que huele a almidón tostado, queso y oficio heredado. Este no es un simple recorrido gastronómico: es un homenaje a las manos que amasan la memoria. ¿En marcha?

Por Laura Ruiz Díaz. Dirección de arte: Gabriela García Doldán. Dirección de producción: Camila Riveros. Producción: Manuel Portillo. Fotografía: Javier Valdez.

El aroma a almidón tostado y queso derretido marca el comienzo de la Semana Santa en Paraguay. Es el chipá —así lo nombran en Eusebio Ayala y lo respetamos—, un pan cuyo origen se remonta al mbujape indígena: mandioca rallada y envuelta en hojas de maíz que los pueblos carios cocinaban sobre tanimbu (cenizas). El contacto con la invasión española le agregó leche, huevos y queso, para crear el sabor que hoy une a un país y una región entera.

Cada Miércoles Santo, el ritual se repite: familias amasan, hornean y comparten. Los chipás viajan de casa en casa como ofrenda y prueba de hospitalidad. “Es el pan de todos los momentos de religiosidad paraguaya”, escribió la antropóloga Margarita Miró Ibars en su obra Chipa, pan sagrado (2001), donde documentó 70 variedades de esta herencia gastronómica.

Hoy seguimos ese rastro de humo y tradición por la ruta PY02 hasta Eusebio Ayala, la capital indiscutida del chipá, para descubrir las historias detrás de sus chiperías más emblemáticas.

Chipería La Lechuza. Fotografía: Javier Valdez.

Primera parada: La Lechuza

La primera parada camino a Eusebio Ayala es La Lechuza. Al lado de un vivero nos recibió Lizyani González, barrereña y chipera desde hace 15 años. Con mucha paciencia nos contó sobre su trabajo, sus rutinas y los desafíos del oficio. Minutos después, cruzando la ruta con la pesada canasta al hombro llegó Angélica Medina, veterana en el negocio con cuatro décadas de experiencia, cuya imagen protagoniza nuestra tapa. Ambas representan la dedicación y el esfuerzo que implica mantener viva esta tradición gastronómica.

Sus madrugadas comienzan cuando la ciudad aún duerme. Todos los días, excepto los domingos —su único respiro, cuando se permiten descansar unas horas más—, Lizyani y Angélica cargan sus canastas y salen a la ruta, donde el chipá caliente es el boleto de supervivencia para miles de viajeros.

Lizyani González, de Barrero, vende chipá desde hace más de 15 años. Actualmente
trabaja en chipería La Lechuza.

La jornada varía según el turno —mañana o tarde-noche—, mientras suben a los colectivos y atienden a los autos. “Hay días que estamos desde las 6.00 hasta las 21.00”, comparte para destacar la exigencia física y mental que requiere su labor. A pesar de las largas horas, su sonrisa y determinación nunca faltan.

Pasaron por distintas chiperías, pero el sistema siempre ha sido el mismo: la venta es por comisión y el pago se recibe al finalizar la jornada. Se organizan por turnos, para tener ambas la oportunidad de vender algo para el día. “Nosotros necesitamos el pago diario para comprar algo para comer. Ahora se trabaja solo para eso”, explica Angélica con honestidad. Además del esfuerzo en las ventas, ellas mismas cubren gastos como uniformes, banquitos para apoyar el canasto y manteles.

A solo unos metros, al llegar a la curva, se encuentra la fábrica chipería La Lechuza, de Limpia Méndez de García. Este negocio nació del sueño de su fundadora, quien desde joven la vendía en la parada y con esfuerzo logró construir un emprendimiento familiar. Para ella, el chipá fue su vida entera. Gracias a este oficio pudo educar a sus hijos y, hoy, su negocio emplea a otras madres de familia, quienes mantienen viva una herencia que trasciende generaciones.

Angélica Medina, vendedora de chipería La Lechuza.

Segunda parada: chipería María Ana

En la chipería María Ana, innumerables bandejas salen del horno envueltas en el humo perfumado de la leña de chirca. Su nombre la precede y con el tiempo se convirtió en sinónimo de sabor y una parada obligatoria en la ruta PY02.

Ña María Ana López (o ña Ana, como le dicen los más cercanos en su fábrica) es una de las principales referentes a nivel nacional. Está en el rubro desde los 14 años. A sus 34, logró su sueño de instalar su propia empresa. Al principio estaba solo con su hermana y hoy da empleo a decenas de personas, sobre todo familiares.

Diana Belotto y Antonia Bogado, vendedoras de la chipería María Ana.

«Che ha che hermana, de a poquito rojapo reho», nos cuenta emocionada, a solo metros del gran horno en donde se están dorando cientos de bandejas del delicioso panificado regional. «Gracias a Dios y la Virgen rohoporãiterei hasta el momento», comparte, mientras con orgullo señala a los colaboradores que la acompañan en su diaria labor. Trabajan en familia, son parientes y sobrinos de ña Ana.

«Avy’áiterei che porque peteĩ buen producto preparamos, casérope, hechaporãra peẽ mba’éichapa ojejapo, mba’éichapa oñenecocina. Ko’ape ndáipori máquinas, todo a mano, ndarekóiti hasta el momento la máquina porque arekoveha, menos personal arekota”, reivindica. Decidió que la elaboración del chipá se mantenga de forma tradicional y dejó de lado el uso de maquinarias y hornos para priorizar el trabajo de sus compañeros, como ella los llama. En sus palabras, es importante considerar que en la zona no hay tantas oportunidades laborales como en otros centros urbanos.

Explica que cada uno de los siete ingredientes del chipá que se utilizan en su empresa son de producción nacional. Lo mismo con la leña de chirca, traída desde Cordillera, que se usa para el tatakua, el horno de barro tradicional paraguayo.

Los costos de los ingredientes suben con frecuencia y es todo un desafío mantener el precio. Además, se ven afectados por la escasez de mercaderías, pero ña Ana piensa que el compromiso con sus clientes es muy importante, por eso todo el equipo pone un gran esfuerzo para ofrecer un buen producto por el mismo monto. También ofrecen masa lista para hornear, chipitas y chipa kesu. La producción depende de la venta, se prepara en el momento pues a la gente le gusta el panificado caliente, acompañado de la tradicional infusión paraguaya a base de yerba mate: el cocido quemado.

Todos los días, ña Ana se despierta bien temprano y prueba la masa para ver si está bien o falta algo. «Ajepokuaa mba’éichapa yma ha ko’ág̃a amañávo añoite ikatu aikuaa mba’épa ofalta», cuenta, mientras explica que los productos pueden cambiar, ya que son caseros. «Upéa la che mundo. La chipá, el cocido osẽporãma, aimeporãta che”, dice para cerrar, sentada en su mecedora, desde donde controla toda la operación.

María Ana López, propietaria de la chipería María Ana.

Tercera parada: Chipa Barrero de Juan Ramón Ayala

Don Juan Ramón Ayala comenzó su negocio gastronómico alrededor de 1953, relata su hija, la doctora Jenny Ayala. Empezó con la venta de agua helada y muy pronto descubrió que los chipás eran una veta de negocio fuerte.

Al principio los compraba, pero luego empezó a fabricarlos él mismo con ayuda de su familia, pero lo que siempre le caracterizó fue el constante movimiento. Así se dio a conocer en la ciudad y llegó a Asunción, donde también anduvo a pie a diario. “Él quería recorrer y que el chipá llegue a otros lugares donde no se conocía”, cuenta.

Chipa Barrero de Juan Ramón Ayala.

Poco después, comparte con orgullo Jenny, logró adquirir las camionetas que lo llevaron al reconocimiento. El éxito fue total y se hizo conocido porque salía a las calles con su megáfono a bordo. Vendió chipá en la calle y en la cancha, donde la plata pasaba de mano en mano hasta llegar a don Juan Ramón.

La notoriedad lo llevó a conquistar nuevos mercados, otras ciudades, adquirir más móviles y, con el tiempo, modernizarse. El primero de los cambios fue el paso del tatakua a los hornos eléctricos de panadería, una decisión que tomó por problemas con la provisión de leña, ya que tenía el compromiso de mantener el sabor. Además, mejoraron la infraestructura de la cocina industrial.

Chipa Barrero de Juan Ramón Ayala.

Con el tiempo, su viuda e hijos inauguraron un local donde la gente puede quedarse a desayunar, sentarse y pasar el tiempo antes de seguir su camino. La fábrica abre las 24 horas y, además, tienen 10 vehículos que recorren Asunción, Caaguazú, Caazapá, Paraguarí y otros puntos. Entre sus productos, además del chipá tradicional, podemos mencionar chipa so’o (rellena de carne vacuna) y cocido quemado. En el parador cuentan con minutas como butifarra, sándwiches y postres dulces.

Elizabeth Coronel, Verónica Fleitas y Graciela Irala, vendedoras de Chipa Barrero de Juan Ramón Ayala.

Cuarta parada: Lo de Ña Nena

La casa de Rosalba González, más conocida como ña Nena, se encuentra en el barrio San Rafael de la ciudad de Eusebio Ayala. Allí nos esperó, en pleno chipa apo, acompañada de su nieto, Carlos. Ella es una de las chiperas históricas de la zona y lleva décadas dedicándose al oficio que aprendió de su madre.

Su mesa de trabajo pasó de generación en generación. En ese mismo mueble su madre, y mucho antes su abuela, amasaba y daba forma a la masa que hoy ella marca con sus características tres rayitas y color rojizo.

“Antes no había luego chipería. Uno hacía y se iba a la parada. Y así vendíamos, así comenzamos a hacer”, cuenta ña Nena, concentrada en su masa.

Empezó cuando tenía unos 14 o 15 años vendiendo chipá con su madre, ña Luisa, que viajaba a Asunción y Rosalba, por décadas, y tuvo su lugar frente a la parada en la zona del Banco de Fomento de Eusebio Ayala, donde comercializaba el tradicional alimento, pero por la pandemia tuvo que mantenerse en casa. El oficio heredado le permitió criar a sus cuatro hijos.

A sus más de 80 años, su nieto le propuso volver al negocio y, con su incondicional apoyo, decidió regresar. “Yo no quiero dejar de hacer, nunca”, expresa. Todos los días se levanta a las 3.00 o las 4.00 de la mañana para empezar el amasado, totalmente manual, y hornea una vez al día en el tatakua tradicional, en verano, y dos veces al día cuando hace frío. Invierte G. 600.000 y apenas suben las fotos del chipá a los estados de WhatsApp, se agota. Venden en media hora, frente a su casa. Nunca sobra.

Ña Nena, una de las últimas chiperas a lo yma en la zona, fue reconocida por el Congreso Nacional y nombrada embajadora del chipá. El precio de su producto es de tres unidades pequeñas por G. 10.000 o una grande por G. 5000.

Quinta parada: chipería Leticia

Dejamos atrás el horno tradicional de ña Nena y nos dirigimos a una marca que revolucionó la receta: chipería Leticia, donde la tradición se encuentra con la innovación. Este negocio, bajo la dirección de Elva Beatriz Cantero, logró lo que muchos consideraban imposible: chipá tradicional pero saludable, que conserva el sabor de siempre, apta para todo público.

Comenzó con una conversación con el doctor César Radice, médico e investigador de la Universidad Nacional del Este, quien, tras años de estudiar los efectos de las grasas saturadas en la población de Minga Guazú, llegó a una conclusión alarmante: este símbolo nacional de almidón, queso y grasa animal es un peligro silencioso para quien lo consume a diario. El compromiso fue cambiar la receta y mantener el sabor.

Reemplazaron la grasa animal por aceite de girasol, un ingrediente más costoso, pero que mantuvo intacto el sabor tradicional. La gente respondió a la innovadora receta de forma muy positiva y la demanda creció, respaldada por el certificado de la Facultad de Ciencias de la Salud de la UNE que avala sus beneficios. Hoy, colegios y hospitales piden sus chipás, conscientes de que ofrecen un alimento más seguro.

María Franco, Romina Morínigo y Antonia Riveros, chiperas de la chipería Leticia.

El éxito los llevó a perfeccionar también su producción, y sustituyeron los hornos a leña por eléctricos para reducir el impacto ambiental. Luego inauguraron el parador Sabores de Leticia, un local moderno con infraestructura accesible en plena ruta PY02, donde conocimos a María Franco, Romina Morínigo y Antonia Riveros, las chiperas que trabajan sin descanso en el camino.

Más allá de las fronteras

Este alimento forma parte de la cocina tradicional paraguaya, pero también está presente en toda la región. La palabra, en realidad, viene del quechua “chipa”, que significa “cesto”. Es un alimento que se consume casi en toda Sudamérica con distintas particularidades en cada zona. En Brasil se le llama pão de queijo, mientras que en Bolivia su nombre es cuñapé. Por otro lado, en Ecuador y Colombia se le denomina pan de yuca y pan de bono, respectivamente. Y en casi cualquier panadería argentina podemos encontrar chipacitos, que son chipá almidón.

Como dice Richard Doughman, máster en Estudios Latinoamericanos, “el desarrollo de una cocina es necesariamente un proyecto regional, basado en comidas hechas con ingredientes localmente disponibles”. La gastronomía que llamamos paraguaya trasciende las fronteras de los estados para convertirse en un común denominador que depende más de los usos y costumbres locales arraigados por generaciones que de una delimitación física. El chipá, como los pueblos que lo amasan, no entiende de fronteras administrativas. Es herencia viva de un continente que convirtió ingredientes en símbolos de identidad. En cada mordisco late una historia de resistencia, adaptación y, lo más importante, comunidad.

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