Redes de mujeres, ollas y esperanza
Carolina Lugo, Kimberli Samaniego, Carolina Rojas y Pamela López, cada una en su barrio, con su olla y su historia, son parte de una misma red que teje esperanzas. Lo hicieron en los momentos más duros de la pandemia y lo siguen haciendo hoy, porque la necesidad persiste. Sus manos, curtidas por el trabajo y el calor de los fogones, son también manos que sostienen, nutren y construyen comunidad.
Por Laura Ruiz Díaz. Dirección de producción: Camila Riveros. Producción: Sandra Flecha. Fotografía y retoque digital: Amalia Rivas Bigordá. Agradecimientos: articulación de ollas populares Pykúi
El humo de la leña se mezcla con el calor agobiante de la mañana mientras Carolina Lugo revuelve la salsa que alimentará a —por lo menos— 100 personas antes del mediodía. Llovió en la semana, pero no fue suficiente para aplacar la temperatura. Por suerte fue solo un aguacero, porque las precipitaciones fuertes y la falta de infraestructura pluvial suelen ser un gran desafío para los habitantes de la zona ribereña.
El menú se decidió hace varios días: tallarín con salsa. Como siempre, lo último en llegar fue la proteína. “Casi no cocinamos, ayer bien tarde recién conseguí el pancho para ponerle”, nos contó mientras repartía el jugo y las porciones de alimento a los chicos. El comedor Ebenezer está ubicado en la comunidad Divino Niño, en el barrio Santa Ana del Bañado Sur, y periódicamente entrega alimentos a 120 personas en situación de vulnerabilidad.
Carolina lleva recorriendo este camino desde hace bastante tiempo. Empezó a cocinar durante la pandemia. “En mi comunidad se pasa mucha necesidad”, compartió. Unos meses después, decidió sumarse a Pykúi, una articulación de ollas populares que nació a raíz del “derecho que tienen los bañadenses a una alimentación, permanente y digna, sumado a la incapacidad del Gobierno de dar respuestas integrales a la gente ante el covid-19”.

Aunque hoy no cocinó, Kimberli Samaniego, otra integrante de Pykúi, siempre está preocupada gestionando donaciones para la articulación. Tiene 26 años, pero la realidad es que su claridad y energía contagiosa la convierten en una de las lideresas vitales de la articulación. Ella coordina el comedor en Caacupemí, que alimenta a otras 150 personas. Esta semana le faltaron insumos.
Kimberli comenzó su olla a días de la cuarentena por covid-19. “Las mujeres y familias de los bañados somos trabajadores y trabajadoras informales, gancheros, recicladores, empleadas domésticas y albañiles. Cuando se declaró la pandemia no hubo ni un protocolo de cuidado, no se tuvo en cuenta qué pasaría con todas estas familias que en el día producen y en el día comen. La primera semana nosotros ya no teníamos qué comer, no había recursos en las casas”, recuerda.
Apenas una semana después de esa declaración se inició una olla popular en la casa de ña Ninfa Colmán, una de las pobladoras más antiguas de la zona. “Empezamos a cocinar para aproximadamente 40 personas y salió de nuestras manos. Otras familias sabían que estábamos en eso y vinieron a pedir comida. Ese mismo día llegamos a la conclusión de que no éramos nosotros nomás. Era toda la comunidad y probablemente todo el Bañado”, cuenta.

Con la experiencia de incontables actividades solidarias realizadas anteriormente, buscaron ayuda. Contactaron con profesores, compañeros de trabajo, de facultad y diseñaron un anuncio para redes sociales. “En la primera semana ya llegamos a cocinar para 150 personas”, recuerda, “no dábamos abasto”.
En el mismo barrio, pero unas cuadras más abajo, Laura Carolina Rojas también forma parte de esta red de solidaridad. Aunque hoy tampoco encendió su olla, mostró con orgullo todo lo que hicieron con mucho esfuerzo: construyeron un depósito y una cocina, el comedor Aromita. En abril de 2020, mientras Kimberli organizaba una olla popular a cientos de metros, ella recibía la visita de sus vecinas con una propuesta que cambiaría su vida.
“En ningún momento se me pasó por la cabeza que yo iba a estar en una olla popular. Las compañeras me hablaron y arrancamos. Fue la necesidad de la comunidad la que me llevó a tomar esa decisión”, expresó. La vecina de Laura Carolina, Élica Báez, consiguió algunos alimentos y las mamás del barrio trajeron los kits escolares para completar. Su madre era quien se encargaba de comandar la cocina desde el amanecer. Poco después se sumaron a la articulación y a otros grupos, como Brigadas Solidarias, que en ese momento asistían para conectar las donaciones.

Del otro lado de la ciudad, en la comunidad Azteca I de Bañado Norte, se encuentra Pamela López. Acompañada por su hermana Paola y su mamá, Ninfa López, gestionó una olla popular durante la pandemia, que ahora solo se enciende en ocasiones especiales. “Vi en redes sociales que varios chefs empezaban a hacer comidas. Comenté la situación por acá, porque éramos una zona vulnerable y nos agarraba también el tema de las inundaciones. Y así empezó”, recordó la joven.
Con el tiempo, ese equipo de chefs consultó si ella tenía posibilidades de cocinar en su casa. Y así lo hizo, acompañada de su familia. “Fue de la nada, no me esperé que suceda. En aquel entonces teníamos muchísima ayuda”, recordó Pamela. Durante el 2020 activaban de lunes a sábados, por la cantidad de alimentos que recibían y la necesidad que había. Como en el caso de las integrantes de Pykúi, ella vio como las donaciones mermaron y ya no pudo continuar con la misma frecuencia. Pero sigue funcionando en ocasiones especiales: Reyes, Navidad y Día del Niño se realiza sí o sí, y la preparación inicia con meses de anticipación.
Carolina Lugo, Kimberli Samaniego, Carolina Rojas y Pamela López son mujeres paraguayas que, como miles a lo largo y ancho de nuestro territorio, construyen comunidad mientras garantizan el derecho a la alimentación.

Conquistas y políticas estrelladas
“Me uní a la articulación para tomar fuerza, cada vez era más difícil. Sin una organización es imposible conseguir un cuarto de azúcar. Tampoco quise dejar de ayudar”, explicó Carolina Lugo. Anteriormente, durante la pandemia, las ollas recibían verduras, productos cárnicos, leche, queso y hasta huevo. Con el tiempo, estos disminuyeron.
Al principio, dependían exclusivamente de la solidaridad de familias trabajadoras. A medida que pasaba el tiempo y la cuarentena se recrudecía, aumentaba el hambre. Entonces, salieron a las calles sin miedo al covid-19 para exigir a las autoridades el financiamiento. Para setiembre del 2020 consiguieron la ley n.° 6603, de Apoyo y Asistencia a las Ollas Populares.
La entidad encargada de distribuir los alimentos era la Secretaría de Emergencia Nacional. “Con esa ley llegaron insumos seis o siete veces, entró en lo que fue ese presupuesto y se llegó a comprar carne, verdura y pollo”, recordó Kimberli.
La cuarentena terminó, la pandemia dejó de ser la mayor preocupación, pero el hambre siguió. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) en el 2024, en la última Escala de Medición de la Seguridad Alimentaria (FIES, por sus siglas en inglés) con datos del tercer trimestre del 2021, la inseguridad alimentaria afectó al 26,23 % de la población. En cuanto a inseguridad grave, entendida como la falta de alimentos en la casa por un día o más, un 5,31 % de los hogares reportaron experimentarla.
Las organizaciones de ollas populares lucharon por una solución permanente. La ley n.° 6945 creó el Programa Comedores y Centros Comunitarios, bajo la responsabilidad del Ministerio de Desarrollo Social (MDS) de Paraguay, con el objetivo de fortalecer la seguridad alimentaria y el desarrollo comunitario. Está dirigido a poblaciones vulnerables, como niños, adolescentes, personas con discapacidad, adultos mayores, mujeres embarazadas, jóvenes en situación de pobreza y comunidades indígenas.

El programa, por ley, debe proporcionar insumos alimenticios, equipamiento y apoyo técnico para la elaboración de menús nutritivos, además de fomentar la autogestión, los microemprendimientos y el desarrollo de capacidades locales.
En el estudio ¿Hambre Cero? Política estrellada, de Inés Franceschelli y Alhelí González Cáceres, las autoras analizaron el presupuesto del MDS. La mayor ejecución corresponde a los programas de Pensión Alimentaria de Adultos Mayores y Tekoporã, pero son transferencias monetarias mensuales. El plan Atención Social a Comedores Comunitarios, al mes de setiembre del 2024, solamente ejecutó el 3 % del presupuesto asignado a la adquisición de insumos alimenticios.
Para solicitar apoyo al MDS, las organizaciones comunitarias interesadas siguen un proceso riguroso. Primero, deben presentar una solicitud formal dirigida a la máxima autoridad del ministerio, en la que se detalle el número de personas atendidas, el tipo de servicio ofrecido y la frecuencia con la que se brinda. Además, es indispensable contar con la documentación legal de la organización, la cual debe estar vigente. Otro requisito clave es que dispongan de un local propio, cedido o alquilado, que se utilice exclusivamente para el funcionamiento del comedor.
Cada una de ellas se vio en figuritas para conseguir el comedor, construir un espacio físico y asumir todos los requisitos que solicitó la entidad gubernamental. En palabras de Kimberli, en todo el año pasado recibieron solamente tres entregas de parte del MDS, exclusivamente de productos no perecederos, totalmente insuficientes para garantizar los platos de comida necesarios. ¿Los equipamientos que la ley garantiza? Brillan por su ausencia.
“Cada vez es más duro. Eso todos lo sentimos. La necesidad se ve todos los días. Antes, de vez en cuando te sobraban tres o cuatro platos de comida, pero en estos tiempos vos sabés que ni siquiera terminás de cocinar y ya vas a tener montones de criaturas esperando ahí. Se nota que hay mucha necesidad, que el hambre existe, que el hambre está”, expresó Carolina Lugo.

Detrás de cada olla de comida hay días de trabajo, cientos de horas de gestión para conseguir los recursos. “Solemos hacer ferias en la cancha Cañones, todo va para los insumos, porque si esperamos lo que viene del ministerio hace tiempo íbamos a dejar de cocinar. Seguimos adelante con mucho esfuerzo y gracias a Dios”, afirma Lugo.
“Cada vez más, las ollas populares funcionan menos por falta de insumos. Tenemos una ley ahora, que no responde como debería, no llegan las provisiones, y si llegan, son suministros secos”, describió Kimberli. “Conseguir carne y verduras cuesta muchísimo; hacemos ferias, vendemos cosas para mantenernos a flote, pero es un desgaste y una responsabilidad más para todas las olleras que están en los territorios”, expuso.
“En mi caso, en mi comunidad, por ejemplo, paramos definitivamente. Antes de Navidad hicimos nuestro último almuerzo”, contó Carolina Rojas. Fue la inauguración del comedor y, sin saberlo, una despedida, porque los insumos no llegaron. Se realizó gracias a la solidaridad de organizaciones y grupos de trabajadores. “Yo tengo algunas cosas, como yerba y paquetes de fideos, pero después de eso ya nada”, afirmó.
Carolina baraja su trabajo, su maternidad y el mantenimiento de su casa con la gestión del comedor. Sin el apoyo del ministerio, se vuelve muy difícil. “Hoy en día ya cada una tiene que estar haciendo malabares para conseguir donaciones”, explicó.

La experiencia de Pamela fue distinta, pero las dificultades son las mismas. Cuando la SEN dejó de repartir, ella ya no realizó las ollas semanalmente, pues en su casa no había un espacio que pudiera destinar exclusivamente al comedor, requisito indispensable según el ministerio. Aun así, continuó. Buscó el apoyo de organizaciones como el Club de Leones y Brigadas Solidarias. Su objetivo era garantizar, por lo menos, que todos los años se celebren los días festivos. Además, se ocupa de recibir y repartir donaciones para el inicio de clases o el invierno.
Pykúi
La traducción al castellano de esta palabra es andar, caminar, ir. La organización nació en el 2020 y se convirtió en una de las referencias más importantes en cuanto a ollas populares. Para la reglamentación de la ley n°. 6945 se articularon en la Red por el Derecho a la Alimentación, integrada por distintas organizaciones como La Poderosa, Callescuela, Conamuri, Coordinación Nacional de Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores (Connats) y el movimiento Patria Nueva. Esta plataforma supera las 200 ollas.
El peso de la olla
Ser responsable de la alimentación de cientos de personas no es solo una tarea logística; es una carga emocional que atraviesa la vida personal, familiar y comunitaria de quienes lideran las ollas populares. Para Kimberli, los primeros meses de la pandemia fueron un remolino de estrés. «Yo no dormía. Hablaba en mis sueños, organizando, preparando, previniendo», recordó. Para las demás, la situación era la misma.
Con el tiempo, aprendió a convivir con la presión, pero el cansancio persiste. «Es superagotador. Aparte de cocinar para 150 personas, debo ir a reuniones, al ministerio y también soy mamá. Tengo una hija con discapacidad que necesita terapia y atención constante», relató Kimberli y detalló: «Hay momentos en que no das más, no querés saber nada. Pero luego ves a los niños que vienen porque sus padres salieron a buscar trabajo y no consiguieron nada. Eso te da fuerzas para seguir».
Carolina Rojas comparte ese sentimiento de responsabilidad y dolor. «Ver a los chicos pasar hambre me afecta muchísimo. A veces, aunque tengamos algo, no alcanza para todos», explicó. La necesidad de su comunidad la motiva a seguir, pero también la desgasta: «Es una lucha constante, y duele ver cómo el Estado no garantiza lo básico: el derecho a la alimentación».

Para Pamela el desgaste emocional es igual de profundo. «Duele ver a los niños vendiendo cosas en la calle, pues saben que si no venden, no comen», dijo. «Ellos dependían de ese plato de comida, era la garantía de que por lo menos una vez al día iban a llevarse algo a la boca. Ahora, sin la olla, muchos pasan hambre», expuso.
Cada año recibe más gente en sus eventos especiales: primero eran 150, después 200, luego ya 350 y, en el último Día del Niño, fueron 500 los chicos que se sumaron a la fila. A pesar de las dificultades, Pamela encuentra satisfacción en pequeños logros, como verlos ir a la escuela con útiles y mochilas conseguidas mediante donaciones. «Eso te llena, te da fuerzas para seguir», afirmó.
A esta carga emocional como jefa de olla, Carolina Lugo suma su rol como lideresa comunitaria: «No solo cocino; también ayudo a mis vecinos. Tengo un motocarro, que usamos para las urgencias, para llevar enfermos hasta el Hospital de Barrio Obrero».
Para Carolina, la responsabilidad de alimentar a 120 personas es enorme. «Tengo que saber de dónde sacar la carne, los huevos, todo. Nadie más lo hace por mí». A pesar de los desafíos, encuentra fortaleza en su fe y en la solidaridad de su comunidad. «Dios es el único que nos da fuerzas para seguir luchando», dijo.

La pregunta es ¿hasta cuándo? «Con la necesidad inmensa, las ollas seguirán siendo necesarias», afirmó Carolina Lugo y todas están de acuerdo. Pero el cansancio y la frustración crecen cuando el Estado no cumple su rol. «Hay una ley de comedores, pero no se ejecuta. No sabemos en qué se gasta el presupuesto», denunció Kimberli.
Para estas mujeres, la lucha contra el hambre no es solo un acto de solidaridad, sino una carga que llevan sobre sus hombros, día tras día, mientras esperan que el Estado asuma su responsabilidad.

Una cadena solidaria
Mujeres como Carolina Lugo, Carolina Rojas, Pamela López y Kimberli Samaniego se han convertido en pilares fundamentales de su entorno. Su trabajo, completamente ad honorem, es un compromiso con su comunidad, con los niños y ancianos que dependen de un plato de comida. Pero no son las únicas.
Como las de nuestras entrevistadas, a lo largo y ancho de todo el país hay cientos de ollas comunitarias, cuyas principales comandantas son las mujeres paraguayas. Su labor diaria no se queda en la cocina, sino que también se hacen cargo de otros espacios de participación y solidaridad. Son ellas las que preparan la tallarinada cuando hay algún enfermo y las que se ocupan de las rifas, el seguro médico popular nacional.
Carolina Lugo reflexiona sobre la importancia de persistir en la causa: «Sigamos luchando; cada batalla que libramos, cada esfuerzo que hacemos, tarde o temprano tendrá una respuesta. Cuando las cosas se hacen con fe, el resultado positivo llega».

Su pedido lo dirige al presidente. Es claro y directo: que mire hacia las comunidades más vulnerables. «No pedimos lujos ni dinero, solo que aseguren un plato de comida para cada niño y anciano que lo necesita», enfatizó.
«Muchas de nuestras compañeras están agotadas. La lucha es dura, pero seguimos adelante porque hay criaturas que dependen de nosotras», contó Carolina Rojas con pesar, pero con la firme determinación de no detenerse. «Hay días en los que sentimos que no podemos más, pero entonces recordamos por qué hacemos esto y encontramos fuerzas donde pensábamos que no las teníamos», explicó.
«Solo quienes vivimos el día a día sabemos lo que se siente. La necesidad es real, es constante y solo la solidaridad nos mantiene a flote», afirmó Pamela, por su parte. La convicción de que su esfuerzo marca la diferencia le da fuerzas para continuar. «Cuando veo la sonrisa de un niño al recibir su comida, entiendo que todo el sacrificio vale la pena. Pero también me duele saber que sin nosotras, muchos de ellos no tendrían qué comer», dijo.

Kimberli rescata un aspecto esencial de todo este movimiento: la pandemia les recordó el verdadero valor de la solidaridad. «Nos devolvió la conexión con nuestros vecinos, con nuestras comunidades. No debemos perder eso. Si dejamos de hacer las ollas populares, no vamos a afectar al Gobierno, sino a nuestras propias familias, a los niños que no tienen qué comer», explicó.
Para ella, el futuro del trabajo comunitario está en garantizar que la ley de comedores y centros comunitarios sea una realidad permanente, con insumos de calidad y en cantidad suficiente. «Cansa, pero es muy bonito, en algún momento vamos a ver sus frutos», aseguró.
La solidaridad, para ellas, no es solo una palabra linda: es una acción diaria, una decisión de vida. Mientras haya una sola persona que necesite un plato de comida, van a seguir, porque convirtieron la generosidad en su bandera.

¿Cómo ayudar?
Las ollas populares reciben donaciones de ropa, juguetes y principalmente insumos. El contacto del comedor Ebenezer es (0984) 209-650, y sus principales necesidades son productos cárnicos, huevos, lácteos y derivados. Con Caacupemí pueden contactarse al (0983) 198-748, con Kimberli Samaniego, y con la olla Aromita, al (0983) 292-775, con Carolina Rojas.

Colecta de útiles
Desde hace tres años, Pamela realiza una colecta solidaria en febrero con el objetivo de conseguir útiles escolares para los chicos de la zona. La propuesta nace de la observación de que personas con mayores recursos económicos suelen utilizar sus útiles escolares solo una vez al año y luego los dejan en perfecto estado para ser reutilizados. “Nos donan cartucheras, mochilas y otras cosas que ya no usan, pero que todavía sirven. A partir de eso, seleccionamos y distribuimos entre los niños que más necesitan”, explicó.
El año pasado, lograron entregar mochilas y cartucheras en excelente estado, equipadas con lápices de colores y otros materiales que aún tenían vida útil. Su número de contacto para recibir estas donaciones es (0984) 846-124.
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