Las abuelas: pilares sociales y transmisoras de cultura ancestral
Es frecuente la frase “abuela memby” en boca de hombres y mujeres, pero no es exclusiva de la generación actual. De hecho, existe una deuda histórica de reconocimiento a las abuelas, quienes se han encargado de guiar hogares, familias y comunidades enteras en momentos de paz y también de cambios y revolución. En esta ocasión conversamos con la historiadora y escritora Ana Barreto Valinotti y la antropóloga Marilin Rehnfeldt para adentrarnos en el pasado, con la esperanza de valorar mejor el presente.
Por Patricia Luján Arévalos. Directora de arte y producción: Betha Achón. Producción: Sandra Flecha. Fotografía: Fernando Franceschelli. Agradecimientos: Reinalda Chela Cárdenas y Valentina Juliete Mendes.
Es sábado de mañana, rondan las 9.00 y en la casa ya se escuchan los sonidos típicos de un día normal. Ña Rosa está en la cocina y el aroma del refritado de las verduras para el guiso del día domina la casa. La radio no está encendida, pero alguna canción de esas bien románticas ronda su cabeza mientras prepara el café batido con leche que nos va a servir a “las criaturas”, que nos acabamos de levantar y ya nos sentamos frente a la tele a ver Dragon Ball, Caballeros del zodiaco o algún dibujito popular de la época.
Son los 90, somos niños, estamos en el lugar más seguro del mundo: la casa de abuela.
Como latinoamericanos, y específicamente como paraguayos, los abuela memby (o hijos de abuela) vivimos escenas similares a lo lar go y ancho del territorio; y aunque las circunstancias, los privilegios y las épocas podrán ser distintas, el sentimiento es afín.
Pero el rol de estas matriarcas va más allá de la emoción de sus abrazos. “Aunque normalmente no asignemos a las abuelas ese rol de transmisión de la cultura, son ellas las que nos empujan a hacer la chipa, en ellas recae la manera tradicional de ciertas recetas, son ellas quienes saben qué hacer en los velorios y tienen el conocimiento de un sinnúmero de rituales del día a día en nuestras vidas, y no nos ponemos a pensar en ese rol”, dice la escritora e historiadora paraguaya Ana Barreto Valinotti.
Una mirada al pasado
“Siempre hablamos del papel de la madre, pero no de la abuela”, continúa: “Probablemente la época más marcada en que ellas se quedaron con los niños fue el periodo inmediato al término de la Guerra contra la Triple Alianza. Si le ponemos fecha, digamos marzo de 1970, el país se hallaba ante un holocausto, una hecatombe en términos demográficos, porque más de la mitad de la población estaba muerta y el país, en ruinas”.
De este conjunto de supervivientes, las mujeres que terminaron la guerra con edades de entre 14 y 20 años de edad emigraron del Paraguay con dirección a Corrientes (Argentina) y a partir de ahí a otras ciudades ubicadas a lo largo del Paraná antes de Buenos Aires, y Corumbá (Brasil). “En un principio se fueron para desempeñar trabajo doméstico como planchadoras, limpiadoras, cocineras, etcétera”, explica Barreto Valinotti.
Corumbá era una ciudad poblada principalmente por los soldados brasileños estacionados al finalizar la contienda. “Era un premio que el imperio ofrecía a sus soldados, la tierra para que empiecen una nueva vida en un lugar que había que repoblar. Además, Brasil necesitaba una fuerza militar estacionada permanentemente ahí”, acota.
Estos soldados llevaron consigo a Corumbá esposas paraguayas. Al tratarse de una población nueva y asalariada en el lugar, para varias mujeres fue una fuente de ingreso hacer el camino del río con tejidos, cerámica, chipa, dulces y caña, entre otros.
Y mientras ellas hacían el trabajo de mercaderes, ¿quiénes se quedaban con los hijos, con los huérfanos de la Guerra Grande en los pueblos? “En aquel contexto, las que estaban fuertes, tenían manera de vender algo y eran capaces, además, de manufacturar, hacer caña, por ejemplo, en la región del Guairá, buscaban la manera de llevar dinero a la casa mientras la abuelas quedaban con los hijos. No eran aposentadas, jubiladas, sino mujeres que todavía no podían desprenderse de la crianza, cuya fuerza de trabajo no disminuía por el hecho de volverse niñeras”, agrega Barreto Valinotti.
En el siglo XIX, se convertían en madres entre los 16 y 20 años. “Ahí empezaba el cuidado de los hijos, con ayuda de sus propias mamás, probablemente, pero solo hasta cierta edad. Entonces, esa crianza continuaba con la llegada de sus nietos. Una abuela puede tener entre 60 y 70 años y seguir criando. Además, ¿cuándo termina esa fuerza laboral? No hay forma de saber eso. Es diferente a la de los varones, los abuelos, que estaban completamente vinculados al trabajo, la chacra, los yerbales o cualquier economía propia del siglo XIX […], pero no tenían la tarea de la crianza”, explica.
En el caso de las abuelas, la crianza está presente al tiempo que la búsqueda del sustento. Entre las labores de la época podemos hablar del comercio en los mercados, por ejemplo. Existe el registro de mujeres mayores acompañadas de niños, probablemente sus nietos, que las ayudaban. A donde la abuela va, el nieto acompaña, porque así como los padres están ausentes, también los abuelos: “Pero no es que la ausencia de los hombres fue solo a raíz de la guerra, ya estaban ausentes desde antes”.
En su faceta de escritora, para ella es primordial ponerse en el lugar de las mujeres sobre las que trata, lo cual la lleva a preguntarse cómo sus antepasadas de su misma edad habrán navegado las circunstancias históricas que le fueron asignadas. Es un ejercicio de empatía que realiza constantemente, de perspectiva de género, que la ayuda a visualizar otras vidas ajenas a la suya. En sus múltiples tomos de fotografías y postales de épocas pasadas se aprecian las realidades que suelen estar ausentes de la narrativa hegemónica: campesinas, indígenas, negras e inmigrantes.
No hay manera de cuantificar el aporte de las abuelas a la economía posguerra por la falta de registros, pero la evidencia de su importancia es innegable.
“La figura de la abuela aparece con cada momento de revolución. Paraguay era un país muy inestable políticamente, por lo menos hasta el ascenso del general Stroessner, por eso es que su discurso era que la paz debía ser mantenida a cualquier costo”, explica la historiadora y agrega: “Estamos hablando de periodos de mucha inestabilidad, que se traducen en arreadas para las revoluciones. Llegaban a las casas a llevarse a los varones, pedir contribuciones, y las mujeres debían esconderse porque no había manera de controlar la violencia de las revueltas en el campo. Ellas siempre eran un botín”.
Entre paréntesis, Barreto Valinotti reconoce que hay otra narrativa misteriosamente ausente de los libros de historia, un “silencio” sobre la violencia ejercida por paraguayos hacia paraguayos, cuando facciones de partidos políticos robaban ganado y violaban mujeres de las otras facciones.
En los primeros 50 años de vida política del Paraguay en el siglo XX hay testimonios de mujeres que seguían a sus maridos a la batalla mientras las abuelas se quedaban a resguardar a los niños y el hogar. “La paternidad ausente facilita que la mujer asuma —no cuando es madre, sino cuando es abuela y tiene más edad— el rol de conductora, líder de la familia”, puntualiza.
Cada generación vive una versión de esta inestabilidad, de ese escenario en que las abuelas vuelven a cobrar protagonismo. La historia, por supuesto, se repitió con la migración masiva de los 90 e inicios de 2000, esta vez con abuelas cada vez más jóvenes.
Más allá de Calle Última
Cuando hablamos de ellas, es necesario incluir lo que sucede en otros escenarios del país. No solo la abuela mestiza, la que entendemos como paraguaya blanca, sino cuál es el papel de ellas dentro de las comunidades indígenas y las migrantes.
Un caso digno de mención es que en los años 40, el Gobierno prohibió a las comunidades japonesas que vinieron a instalarse a Paraguay que hablaran japonés.
Ana Barreto Valinotti explica que se establecieron escuelas paraguayas con docentes locales para enseñar en español a los descendientes. En estos lugares, las mujeres que después se convirtieron en abuelas cumplieron un papel fundamental en la transmisión de la cultura.
Recurrimos a la antropóloga Marilin Rehnfeldt para comprender el papel que las mujeres mayores cumplen dentro de las comunidades indígenas. Entre sus muchas investigaciones se encuentra una relacionada con el rol de las abuelas en la cultura nivaclé. “Es un rol sumamente importante en la vida del niño. En la cosmovisión guaraní, son las cuidadoras del fuego, que significa también el hogar, la casa; todo el sistema de parentesco está muy asentado en ellas”, explica. Enfatiza que son las abuelas quienes brindan el mayor apoyo emocional en los niños y que, en general, son las responsables de enseñarles y transmitirles la cultura oral. Son transmisoras, también, de las enseñanzas sobre la artesanía, sobre la cocina y todo lo que tiene que ver con la recolección.
“De la misma manera, también se encargan del juego, que es un elemento muy importante para la enseñanza a los niños”, dice la antropóloga y agrega: “En todas las comunidades indígenas, en general, los chicos aprenden jugando, haciendo pequeños muñequitos, arcos, flechas, supervisados por la comunidad, y sobre todo por las abuelas”.
Se podría inferir que, a diferencia del ámbito urbano, donde las abuelas asumen un trabajo de crianza debido a las circunstancias, este rol es una característica de las mujeres de cierta edad en las culturas indígenas. “Le dan un rol muy importante a la gente mayor, también los chamanes, los líderes espirituales. Tanto las abuelas como los abuelos son importantes. Esto se debe a la estructura de la sociedad indígena; son familias extensas, no nucleares como las nuestras. Las familias nucleares con papá, mamá e hijos, en general, son quienes conviven diariamente en una casa”, agrega Rehnfeldt.
La especialista acota que también en épocas anteriores, en aquel Paraguay más tradicional, los abuelos tenían el rol de cuidadores. Al igual que Ana Barreto Valinotti, Rehnfeldt reconoce que la migración de las madres en busca de mejores oportunidades laborales ha producido un resurgir de la figura de cuidado de los adultos mayores.
Una deuda con ellas
La desprotección de los derechos de las mujeres y la falta de políticas públicas que aseguren una maternidad plena y gratuita también influyen en la reaparición de las abuelas en el rol de cuidado. Aunque en décadas pasadas los padres de los padres solo se ocupaban ocasionalmente de los nietos, en las zonas urbanas se volvió la norma que retomen la crianza mientras su hija trabaja. El desarraigo y la migración ya no son los únicos fenómenos sociales detrás de los abuela memby.
Un informe presentado por el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, dice que el 42 % de la población ocupada en el país son mujeres (1.438.719); el 60 % de ellas se encuentra en el rango de 30 a 59 años, y un 9 %, de 65 años o más. Como señaló previamente Ana Barreto Valinotti, es probable que las edades de crianza de nietos y trabajo fuera del hogar se solapen, reafirmando que el rol de crianza no reemplaza al laboral.
Asimismo, las abuelas forman parte de un sector demográfico históricamente ignorado por las autoridades, aunque muchas son (o están en edad de ser) las madres de quienes gobiernan. El Estado está ausente cuando de ellas se trata. Las idealiza como generadoras de vida e ignora sus derechos.
La ley n.° 1885, “De las personas adultas”, habla del trato digno y la prioridad en cuanto al acceso a salud, vivienda, alimentación, entre otros, para las personas mayores de 60 años. Además, el artículo 4 de dicha ley asegura: “El Estado concurrirá al logro del bienestar social de las personas de la tercera edad, garantizando el ejercicio de sus derechos y velando para que aquellas que se encuentren en situación de vulnerabilidad, carezcan de familia o se encuentren abandonadas, sean ubicadas en lugares públicos o privados y se les ofrezca programas de servicios sociales intermedios”.
La realidad no podría estar más lejos a lo establecido y la desprotección a la que las abuelas son sometidas raya en el absurdo. Hace solo meses se hizo viral la precaria vida de doña Pabla, una anciana del barrio Roberto L. Petit de Asunción que ni siquiera contaba con agua potable. Si esa es la realidad de una mujer en una de las zonas más pobladas de la capital del país, ¿a qué se enfrentan aquellas que son empujadas hacia los márgenes de la economía y de la sociedad?
Mientras tanto, quienes tenemos el privilegio de disfrutar de nuestras abuelas sabemos el incalculable valor que poseen para la comunidad, así que, ¿no es hora de que el Estado salde al menos una porción de su deuda con ellas?
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