«No basta con no ser racista, hay que ser antirracista»
Esta frase de Angela Davis encierra un concepto fundamental, a pesar de su aparente sencillez: callar ante el racismo es caer en la misma lógica racista. El antirracismo en nuestro país tiene rostro de mujeres jóvenes, decididas y críticas. Hablamos con cinco activistas que difunden sus culturas sin miedo, desarmando prejuicios por una sociedad más justa.
“En Paraguay tenemos que aprender a utilizar el término ‘racismo’ en el lenguaje cotidiano. Esa palabra no existe acá. Asesinan a George Floyd y hablamos de racismo, nos referimos a Trump y Bolsonaro y decimos que son racistas. Pero nunca se relata una situación bajo ese concepto”, dice Mayeli Villalba, afroparaguaya, fotógrafa, trabajadora social y activista.
Para hablar de racismo, Maye se remonta a su niñez, cuando todavía no sabía que era afrodescendiente. Mirarse en el espejo era un conflicto para ella, ya que sentía que habitaba un limbo: sabía que era diferente, pero tampoco creía encajar en el “prototipo” del ser negra.
“Desde chica siempre me preguntaron si era paraguaya, y no entendía por qué esa negación hacia mi identidad. Eran señalamientos pasivo-agresivos que tenían que ver con mi cabello, mi nariz, mi frente, todas las formas de mi cuerpo más allá del color”, menciona.
Estos cuestionamientos la llevaron a investigar sus raíces. Su mamá le confirmó que sí, son afrodescendientes y le contó de la bisabuela Anabella Rojas, sobre el color de su piel y la forma de su cuerpo. También buscó en internet, pero fue muy poco lo que encontró. Sin embargo, se dio cuenta de que mientras más información tenía, más
cómoda se sentía con quien era. “Mi experiencia como una persona negra tiene que ver con vivir situaciones atravesadas por el racismo. La negritud no es un sentimiento. Hay identidades que se pueden elegir, pero las étnicas no, porque tienen que ver con las experiencias que te atravesaron toda la vida”, explica.
«El color es muy importante en el sistema racista. Casi siempre la violencia es directamente proporcional con el nivel de melanina con que una persona nació».
Mayeli Villalba
Villalba se desdobla en palabras para que no queden dudas; busca que la gente entienda sus posturas, no solamente para que empaticen, sino también para que se cuestionen, como un ejercicio subjetivo de conciencia. Invita a descolonizar nuestros pensamientos, en el sentido racista de la palabra: repensar nuestras valoraciones estéticas, la forma de evaluar a las personas, etcétera.
La industria estética ofrece toda una gama de alternativas para alisarse el pelo, operarse la nariz, entre otras cirugías, pero la piel es algo que no se puede intervenir, por eso, añade la fotógrafa, la sociedad es tan agresiva con la negrura.
“Mi piel clara hace que, a veces, esté en situaciones menos violentas que otras personas que la tienen más oscura. El color es muy importante en el sistema racista. Casi siempre la violencia es directamente proporcional con el nivel de melanina con que una persona nació”, expresa.
Y en esa percepción, también prima la cuestión de clase. Mayeli profundiza en la asociación despectiva que se hace con respecto a la negritud, en la que no importa en donde estés o cómo te vistas, siempre hay una sospecha: “Ni siquiera hace falta emitir sonido para transmitir rechazo, es una mirada de tres segundos, puramente sensorial”.
La identidad como una bandera política
Kamba Cua, en Fernando de la Mora; Kamba Kokué, en Paraguarí, y Pardos Libres, en Emboscada, son las tres comunidades afrodescendientes que aún conservan su cultura y resisten, a pesar de no ser reconocidas por la Constitución Nacional.
Paola Meza es de Kamba Cua, desde muy pequeña integra el grupo artístico que lleva el mismo nombre, en el que a través del baile y las percusiones difunden sus tradiciones. También forma parte de Kuña Afro, agrupación musical integrada solo por mujeres negras.
“Anteriormente era más difícil, porque nadie conocía, o si conocían tenían miedo, por ignorancia. Ahora vos decís Kamba Cua y por lo menos ya existe noción de lo que es. Pero falta todavía. Es una batalla pendiente que tiene el Estado de reconocernos como una minoría étnica, para que todos los paraguayos sepan que hay afrodescendientes acá”, menciona Meza, que es licenciada en Diseño Gráfico y Análisis de Sistemas.
Para los jóvenes de la comunidad, como Pao, es una gran responsabilidad transmitir todo lo que engloba su cultura y en especial seguir con el legado que les dejó su líder, Lázaro Medina, gran referente afroparaguayo.
«Anteriormente era más difícil, porque nadie conocía, o si conocían tenían miedo, por ignorancia. Ahora vos decís Kamba Cua y por lo menos ya existe noción de lo que es. Pero falta todavía. Es una batalla pendiente que tiene el Estado de reconocernos como una minoría étnica».
Paola Meza
Mayeli recuerda cuando lo conoció, por medio de un trabajo de alfabetización del Ministerio de Educación. En el momento en que lo vio se le abrieron los ojos, no solamente por el hecho de encontrar personas parecidas a ella, sino porque estaban orgullosos de quienes eran, llevaban su identidad como bandera. Ella le contó a Lázaro que era afrodescendiente y le pidió que le adopte como sobrina. “Vení acá, che rajy, desde hoy sos mi sobrina”, le dijo él.
Desde ese encuentro, Villalba decidió que utilizaría sus medios para seguir investigando y difundiendo la identidad negra en nuestro país. Así, realizó su trabajo de tesis sobre Kamba Cua, lo que le ayudó a sistematizar todo lo que fue encontrando a lo largo de los años. “Siempre tratamos de llevar la bandera de Kamba Cua a donde vayamos: al colegio, la facultad, el trabajo. De repente fue más difícil en el colegio porque en esa etapa salíamos de nuestra comunidad, de nuestra escuelita, que tenía hasta 6.° grado nomás, para seguir estudiando”, cuenta Pao.
Cursar en un colegio fuera de la comunidad, con nuevos compañeros y compañeras que desconocían sus raíces, fue todo un desafío. Muchos no entendían o no querían entender, y empezaron a cuestionarla por los bailes que hacía con el grupo tradicional Kamba Cua, lo que también la afectó de forma negativa, hasta el punto de no querer presentarse. “Pero pasó algo que para mí marcó un antes y un después. El director Lázaro Medina debía recibir un reconocimiento en el Congreso Nacional.
Todas las personas que lo recibían fueron trajeadas y con los zapatos lustrados. Pudiendo él ir con camisa y corbata, fue con el uniforme del ballet; al momento de subir, se sacó los zapatos y fue des- calzo”, cuenta Pao, que se emociona cada vez que rememora el acontecimiento.
En sus palabras, aquel acto fue una lección de vida. Ver a Lázaro tan orgulloso a ella le llenó también de orgullo y desde ahí pisa más fuerte a donde sea que vaya.
Con mucho carisma y soltura hace las danzas tradicionales: Santo zapatú, el llamado para comenzar; Kuarahy, petición al sol para llamar a su dios; la Guarimba galopa, que seduce a los hombres; El viejito, para que los adultos mayores participen también; El san Baltazar, una ofrenda para el santo, y el Pitiki pitiki, un paso frenético que invita al público a bailar.
Actualmente Paola participa de encuentros nacionales e internacionales de mujeres afrodescendientes e indígenas, a raíz de la visibilidad de las Kuña Afro. Gracias a una invitación que recibieron de la organización del Paro Internacional de Mujeres #8MPy en el 2018, se animaron a conformar su propio grupo y empezaron a ejecutar también los tambores.
“Desde que se conformó el grupo tradicional Kamba Cua nunca hubo una mujer que toque los tambores, no teníamos ese modelo. Entonces nosotras nos dedicábamos solo a bailar. Pero nuestra mentalidad fue cambiando y nos preguntamos por qué no”, señala Meza.
Las Kuña Afro son todas bailarinas que se formaron en el grupo tradicional Kamba Cua, jóvenes de entre 19 y 27 años, y son pioneras en tocar la percusión en su comunidad. Por medio de su trabajo, ganaron un fondo para realizar talleres y enseñar también sus aprendizajes a las niñas y adolescentes de su entorno. El año pasado participaron del Primer Festival Internacional de Percusión que tuvo lugar en nuestro país.
Mayeli entabló amistad con las Kuña Afro y muchas veces las retrató, tanto en sesiones personales como también en sus presentaciones. Con cámara en mano, curiosidad y cuidado, llegó a otras personas que no sabían que eran afrodescendientes y a partir de ese intercambio iniciaron un proceso de búsqueda y autorreconocimiento. Que cada vez más personas se perciban como negras, para Mayeli, es una alegría.
“Ahora estamos en un momento en el que las voces afrodescendientes y africanas se escuchan más, y por supuesto ese es el esfuerzo colectivo de la gente. Me parece un estímulo muy importante. Además, entender de forma estructural la cuestión de la identidad negra propia y el racismo es muy sanador, porque dimensionás de otra manera”, sostiene Villalba. Continúa diciendo que comprender las violencias específicas que sufre como parte de un colectivo se traduce luego en la exigencia de derechos.
Penas encimadas
Zoraida Bareiro es juky, está terminando la carrera Ciencias de la Comunicación en la UNA y, aunque es extrovertida, no siempre fue así. Cuando llegó a Asunción de su comunidad Arroyito: Departamento de Concepción, apenas hablaba. “No preguntaba porque tenía miedo de errar, de decir mal algunas palabras. Me costó mucho adaptarme porque soy campesina, negra y guaraní hablante”, manifiesta Bareiro.
Entre lágrimas, valora mucho el gesto del único profesor que le dejó presentarse en guaraní. Era la primera vez en 20 años que Zoraida salía de Arroyito, el primer asentamiento conformado después de la dictadura de Alfredo Stroessner. Era su espacio seguro con su mamá, hermanos y hermanas. Pero como la carrera que quería seguir solo se estudiaba en Asunción, tuvo que migrar. Mientras Laila −como le dicen sus amigos− relata su historia, identifica cada momento que le fue marcando para definirse sin miedo, mostrarse como es y no renegar de sus raíces.
Es importante para ella mirar en perspectiva, porque hasta hoy trabaja en su confianza y seguridad. “Sufrí mucho bullying, pero no culpo a mis compañeros y compañeras, probablemente ellos no se daban cuenta de que me estaban haciendo daño. Esto viene del sistema capitalista, racista y patriarcal. Ese es nuestro enemigo común, no entre nosotros”, enfatiza la estudiante.
“Sufrí mucho bullying, pero no culpo a mis compañeros y compañeras, probablemente ellos no se daban cuenta de que me estaban haciendo daño. Esto viene del sistema capitalista, racista y patriarcal. Ese es nuestro enemigo común, no entre nosotros”.
Laila Bareiro
Dice Carmen Soler que “son penas encimadas las de ser pobre y ser mujer”. Laila lo sabe muy bien. Para costear sus estudios se desempeñó como trabajadora doméstica, una de las principales salidas laborales de las mujeres migrantes, y comprobó cuán desvalorizado está ese trabajo. No es casualidad, ya que las comunidades históricamente excluidas arrastran una pobreza estructural.
Allí Mayeli pone el ojo y refiere que raza y clase van de la mano. Los afroparaguayos, por ejemplo, que descienden de personas esclavizadas, heredan la cuestión de clase. Eso explica por qué muchas de ellas son las primeras en sus familias en acceder a la universidad. Gracias también al feminismo, a los movimientos estudiantiles y otras organizaciones, Laila se fue soltando y tomando conciencia sobre sus derechos. “Ojalá ninguna otra persona se sienta discriminada o maltratada por venir del campo, ser guaraní hablante o por su color de piel”, agrega. Bareiro cree que se debe trabajar el racismo desde la escuela, empezando por ese lápiz rosado al que popularmente se le dice “color piel”.
Sobre ese punto, Mayeli también hace hincapié en revisar las asociaciones que hacemos con el léxico y que refuerzan estigmas; pensar en las cargas históricas de frases como “trabajo de negros”, “oveja negra de la familia” o palabras aceptadas por la propia RAE como “denigrar”, que proviene del latín “poner en negro” y significa ofender o agraviar. “A ustedes ‘las personas blancas’ les construyeron pensando que son superiores, incluso inconscientemente, y a nosotras también nos inculcaron que ustedes son superiores. Por eso es un gran trabajo la reconciliación y revalorización de nuestro cuerpo, que es nuestro primer territorio”, afirma la afroparaguaya.
Legados que se transforman
En el territorio nacional existen 19 pueblos originarios, conformados por 117.150 personas (aproximadamente el 2% de la población total del país). Estos pueblos conforman cinco familias lingüísticas: Guaraní, Lengua Maskoy, Mataco Mataguayo, Zamuco y Guaicurú.
Bianca Orqueda es una joven indígena nivaclé, tiene la mente volando alto y los pies bien enraizados. Es cantante y compositora. Empezó a escribir canciones en su lengua porque le encantaría que más personas la conozcan y, sobre todo, dejar registro de ella, para que no desaparezca.
“Me di cuenta de que en realidad la música moderna y el reguetón son muy comunes, a mí no me gustan tanto. Quería hacer mi propio estilo, cantar en mi idioma. Y soy la primera mujer que es música y canta en nivaclé”, manifiesta Bianca. Ella tiene 21 años y es de la comunidad Uj’e Lhavos, Boquerón, Chaco. Para sus familiares y compañeros fue una revelación que quiera dedicarse al arte, pero Bianca nunca dejó de soñar. Impulsada por su mamá, abrazó la música como medio de expresión y difusión de su cultura.
“Mi mamá me ayudó a creer en mí y a confiar en lo que hacía. Antes no estaba contenta conmigo, porque me discriminaban por ser indígena y pensaba que nunca iba a salir adelante. Pero ella me dijo que sí era buena, que sí era hermosa. A partir de ahí comencé a amarme también”, confiesa la joven, menor de 10 hermanos y a quien le encanta viajar.
“Ojalá ninguna otra persona se sienta discriminada o maltratada por venir del campo, ser guaraní hablante o por su color de piel”.
Laila Bereiro
El año pasado, la lideresa Tina Alvarenga la invitó a participar de un encuentro de jóvenes indígenas en Asunción: “Me encanta representar a mi comunidad y compartir con personas, mujeres de distintas etnias. Aprendí muchísimo, conocí nuevas culturas; no sabía que había tantas acá en Paraguay”.
En aquel encuentro le presentaron a la cantante Norma Ávila. Ella y el productor Alejo García la ayudaron a grabar dos de sus temas. “En las grabaciones tratamos de ser muy naturales, de hacerle llegar a las personas que la tierra es la madre; que la naturaleza, el agua y el aire importan y hay que respetarlos; que entiendan que el silencio también es algo bueno: estar en silencio y escuchar la naturaleza”, detalla Orqueda, mientras le pregunta a su mamá en nivaclé cómo se dice “pezuñas” en castellano. El sonido que hacen esas y el de los pajaritos son algunos de los que están presentes en sus canciones.
La idea es presentar sus obras también traducidas al español, para que las demás personas comprendan, para mostrarles que sí importan, suma Bianca. Ella opina que es un honor hacer eso a través de su arte y, además, inspirar a otros jóvenes de su comunidad a que imaginen otro futuro, haciendo lo que les gusta, no conformarse con lo que la sociedad les dice que tienen que hacer.
Antes de la pandemia y el confinamiento social, fue a visitar a tres abuelitas de su comunidad, para recolectar historias ancestrales, saber el origen de las danzas y los rituales, y convertirlos en canciones. Entre ellas, habló con Payuc, quien le contó sobre la conexión con el dios del viento y con la lluvia, sobre los pedidos y los agradecimientos, y cómo por medio de los sonidos logra ponerse en contacto con su madre que ya no está.
Esas conversaciones fueron muy especiales para Bianca, que también buscó un intercambio con las abuelas, porque muchas personas y organizaciones se han aprovechado de ellas. Orqueda, al contrario, decidió comprarles algunas ollas, palanganas y una radio, como también mantas y colchones para su comodidad.
Poner el cuerpo
Si el cuerpo de Ana Romero hablara, podría contar tantas cosas: como la vez que quemaron las casas de una comunidad indígena y, por oponerse, el dueño de la estancia le disparó con un arma de fuego.
“Esas luchas yo las doy porque creo que todas las personas tenemos derecho a una parcela de tierra”, dice sin titubear Ana. Hoy tiene 30 años y el día que hablamos asumió como presidenta de la Asociación Pueblo Guaraní, pero su militancia como mujer indígena empezó desde que era adolescente, en el distrito Mariscal Estigarribia, Chaco.
Ana es considerada una maestra para jóvenes como Bianca, ya que hace unos años viene trabajando en el cuidado y la protección de las juventudes indígenas. También integra la Unión Juvenil Indígena del Paraguay, en la que conversan y trabajan alrededor de las problemáticas que les atraviesan.
“Nos reunimos y abrimos un espacio para descargarnos. Muchas veces eran cuestiones que no se hablaban en nuestras comunidades, como la sexualidad, los deportes, la cultura, la educación, el trabajo, el alcohol y la drogadicción. Son temas muy importantes para nosotros, porque nos afectan directamente”, menciona la lideresa, que tiene una tecnicatura en Enfermería, una licenciatura en Criminalística y actualmente se encuentra estudiando Relaciones Internacionales.
Con la Unión Juvenil Indígena del Paraguay empezaron a recorrer algunos puntos del país para hablar con las juventudes de diversas etnias; trabajaron de forma silenciosa, porque no querían que nadie se apropie de su lucha, sino ser ellos mismos quienes ejerzan el liderazgo. De esos diálogos salieron tres puntos muy importantes: la educación, la salud sexual y reproductiva, y la identidad.
La educación, porque así como ella muchos jóvenes se ven obligados a migrar para cursar estudios terciarios. Venir a Asunción le sirvió para ser conectora entre su comunidad y la capital, donde lastimosamente todo está centralizado, hasta las instituciones que deberían velar por sus derechos. Si Ana no tenía la posibilidad de viajar, probablemente estaría trabajando como empleada doméstica en una estancia, piensa.
La salud sexual y reproductiva, que abarca desde el embarazo infantil, hasta la planificación familiar y la diversidad sexual. En un encuentro realizado en el 2019 de niñas, adolescentes y jóvenes indígenas, ellas mismas le dieron a conocer a la ministra de la Niñez, Teresa Martínez, que ya no querían que se normalicen los embarazos adolescentes, que no se trataba de algo cultural y pedían cuidados y acompañamiento al respecto.
Y por último, la identidad y el racismo. El temor a identificarse como indígenas, aclara Ana, no es cuestión de ellos, sino de cómo la sociedad los ve, del rechazo y la discriminación. En el Chaco hubo jóvenes indígenas que se suicidaron por eso y a Ana le preocupa que no se hable de ello.
“Entre nosotros, cuando nos reunimos, es un ambiente de libertad donde nadie te va a tratar mal por quien sos. Es un espacio superseguro, para expresarnos, hablar nuestros idiomas y compartir con otros hermanos indígenas”, puntualiza.
Así como con las personas afrodescendientes, también se crea y difunde un estereotipo del ser indígena. A Ana le tocó enfrentarse con eso, porque tuvo otras oportunidades de vida: “Me dicen: ‘Ah, pero vos no sos indígena porque demasiado bien te vestís, demasiado bien hablás’. Pero soy como cualquier persona, la diferencia es que tengo una raíz, una historia detrás”.
La organización y articulación son claves para las minorías y las comunidades históricamente excluidas. Ana no visualiza otra opción más que el trabajo comunitario, para crear ellos mismos sus oportunidades. Pero también hace énfasis en que todas las problemáticas que mencionó no les afectan solamente a ellos, sino que hablan de una sociedad profundamente injusta y desigual.
Dirección de arte: Gabriela García Doldán | Producción: Ana Paula Zárate | Fotografía: Javier Valdez
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