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Telares que laten

En la ciudad del ovecha rague

En el departamento de Misiones hay una urbe donde el sonido constante de los telares en cada hogar se confunde con el rumor de sus habitantes. Es San Miguel, la ciudad que, a unos 175 kilómetros de Asunción, produce como antaño exquisitos abrigos de lana nacional, donde los colores y texturas de sus tejidos se funden con el calor de su gente.  

Texto y fotos de Fernando Franceschelli

Apenas se desciende de la ruta que atraviesa la ciudad en línea recta, un traqueteo lejano se percibe alrededor, como un latido vital. El golpeteo de los telares se oye en prácticamente todas las casas del lugar. Se trata de San Miguel, en el departamento de Misiones, la ciudad del ovecha rague.

Los negocios que escoltan el ingreso al lugar, que en su mayoría también son viviendas de sus artesanos, exhiben en sus frentes piezas de increíble colorido y complejidad; fundamentalmente de la tan apreciada lana en esta breve pero sufrida época de frío en Paraguay. 

Detrás de esas creaciones se encuentra el trabajo de unos 120 artesanos que viven casi exclusivamente de la fabricación de ponchos, frazadas, soquetes, gorros y jergas (especie de manta de lana que forma parte de los aperos para cabalgadura). Esta historia de manufactura comenzó en tiempos del nacimiento de nuestra República gracias a la cría favorable de ovinos en la zona, y perduró en el tiempo. Desde hace unos 50 años, de la mano del maestro Silvio Lisa, quien formó a la mayoría de los artesanos actuales, la producción creció y mejoró con fuerza.

Con el cacareo de gallinas como cortina sonora en la ciudad, las manos de los artesanos manejan con destreza la indescifrable y compleja maquinaria que bien podría haberse fabricado hace un siglo. Son estructuras de líneas paralelas, horizontales y verticales, de entramados de difícil entendimiento, que van dando forma a metros y metros de tejido. Se trata de los antiguos telares de madera, que hacen frente quijotescamente a la fabricación industrial, sus modernos molinos de viento.

Los protagonistas

En la casa de Esteban Díaz (59) se realiza todo el proceso de producción. Se recibe la lana cruda de mano de productores de ovejas de Itapúa y Misiones. Después, la materia prima se lava manualmente, se blanquea o tiñe, se escarda y finalmente se hila. Con ese hilo en los telares se arman grandes piezas del tejido que luego se usará en la confección de prendas de extraordinaria calidad. El fuerte de Esteban son las frazadas; pueden llegar a tomar unos ocho días de trabajo. También los ponchos y jergas, piezas que se venden mucho. 

El artesano asegura que, a pesar de tratarse de un negocio rentable, con el que logró sostener a su familia y hacer estudiar a sus tres hijos desde hace más de 36 años, la producción de lana nacional desaparece de a poco. 

La cría de ovejas de las razas Texel, Romney y cara negra, más apropiadas para generar lana, se está perdiendo frente a la de animales para faena como los de la variedad Santa Inés. Además, la pandemia golpeó bastante el negocio; sin embargo, la gente siempre sentirá frío en invierno y, por ende, la necesidad de abrigarse, asegura. Con el orgullo de su ciudad y del oficio que heredó de sus padres y abuelos, le gustaría que los jóvenes se interesaran más en la artesanía y de inmediato aprovecha e invita a la gente a visitar San Miguel para conocer y, claro, comprar sus productos.

Igual de optimista es Irene Báez de Martínez (64), que llegó a San Miguel en 1984 desde la estancia donde trabajaba y vivía junto a su esposo y sus tres hijos. Ella asegura con orgullo que gracias a la producción de ponchos, medias, gorros, frazadas y ruanas de lana logró que sus hijos fueran profesionales. Hoy, una es odontóloga, y los varones son docentes; uno de ellos, además, ingeniero informático. Aclara que el rubro no es fácil. Se trabaja mucho y es sumamente sacrificado, afirma, mientras recuerda que antes de instalarse en San Miguel, con su marido trabajaban hilando hasta la madrugada para después tejer con infinita paciencia y así sacar adelante a su familia. En algún momento hipotecaron la casa para comprar materia prima y así arrancaron. Fruto de ese enorme esfuerzo, y con los años, consiguieron terminar su enorme salón de ventas sobre la ruta.

En sus mejores épocas, el negocio familiar llegó a tener a 36 personas trabajando para ellos; sin embargo, hoy es distinta la situación. La pandemia detuvo todo, aunque en esta época en que hay días de frío la gente se acerca, afirma esperanzada Irene.

De la misma manera, con una energía que contagia y su sonrisa sutil, Julia Cristina Álvarez (51) cuenta que desde siempre se involucró en la creación de productos de lana. De niña aprendió el oficio de su mamá y hoy, junto a su esposo y sus cuatro hijos, atiende el negocio de artesanía Muñeca, donde es posible encontrar prendas increíbles. En su casa-taller el proceso es idéntico a los casos de Irene y Esteban, aunque llama la atención que son todos hombres los que trabajan en el hilado, la rueca (el mecanismo que se utiliza para hilar la lana) y los telares. 

Julia explica que en esta época, en que la incertidumbre hace poco se apoderó de todo, la esperanza no cesa. Tal vez, con la llegada de nuevos inviernos, esa interminable danza entre tejedores y telares obtenga nuevos bríos para seguir tejiendo un futuro que abrigue a sus creadores.

Mientras tanto, los pedales se seguirán pisando con firmeza. El peine por el frente de la lisera irá y vendrá; ajustará el tejido con golpes secos sobre la portada y la lanzadera recorrerá perpendicularmente de izquierda a derecha, y otra vez a la izquierda la urdimbre, con la velocidad de un proyectil. Así, poco a poco en el rollo, se conformarán metros y metros de tejido de lana que cobrarán forma, mientras los tejedores comandan esta interminable danza entre hilos de lana, manos humanas y madera, que proseguirá acompasada, como los latidos de quien vive con ganas.

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