Spoiler: Cuando promovemos la lectura, quizás obviamos una razón muy importante
Para celebrar el Día del Libro, nada mejor que cuestionarnos por qué vale la pena invertir nuestro precioso y cada vez más limitado tiempo en esos objetos de apariencia simple y consecuencias complejas, capaces de hacernos abandonar nuestra realidad por horas para ver el mundo a través de los ojos de quienes protagonizan las historias —ficticias o no— contenidas en ellos. Hablando en serio, ¿por qué querríamos hacer eso? ¿Te lo preguntaste alguna vez?
Por Patricia Camp, escritora, autora de El vecino de enfrente (próximo lanzamiento), Historias selectas, La silenciosa inmortalidad de las cosas y Cuentos con galletitas.
Se hace énfasis en la necesidad de leer libros, sí, cierto. Al menos de la boca para afuera, siempre se están repitiendo algunas frases que, de tan usadas, terminan convertidas en lugares comunes: leer te hace mejor persona, desarrolla la inteligencia; un niño que lee será un adulto que piensa. Si cualquiera de nosotros hace un poco de memoria, no tardará en encontrar al menos dos o tres frases más para sumar a esta lista.
Así, podemos confirmar que, al menos en un nivel teórico, la importancia de la lectura está instalada en la consciencia colectiva. Es poco probable encontrarnos con alguien que admita pensar que esta es una pavada y los libros no valen la pena, aun cuando a la hora de la verdad mucha gente no acostumbre a leer ni los prospectos de los remedios. Entonces, si es casi un deber moral reconocer su relevancia, ¿por qué los números y la realidad nos muestran un panorama totalmente distinto?
En Paraguay (y en muchas partes del mundo) se lee poco y, al comparar su crecimiento con el de otras formas de consumir contenido, los libros parecen estancados para siempre en un pasado glorioso que ya no habrá de volver, lo que arroja un manto de pesimismo sobre todos aquellos involucrados en su creación y difusión (escritores, editores, libreros), así como sobre quienes simplemente aman los libros y disfrutan de ellos. ¿Por qué la gente no lee?, se preguntan y lamentan unos y otros.
Razones hay muchas y su análisis en profundidad excede a todas luces esta sencilla reflexión. Pero hay una razón que quizás vale la pena revisar: ¿sabemos para qué sirve de verdad la lectura? ¿O nos hemos quedado con un convencimiento superficial respecto a su valor, a partir de esas frases repetidas a lo largo de los siglos?
La única forma de averiguarlo es cuestionándonos.
Nos encantan las buenas historias
En esto, por lo menos, estamos mayormente de acuerdo. Desde el más novedoso chisme de la oficina hasta la última superproducción de Hollywood, a nosotros los humanos nos encantan las historias, al punto de sentir reacciones físicas ante ellas. Satisfacción, indignación, enojo, alegría, rabia y triunfo son solo algunas de las emociones que experimentamos ante una historia bien contada, capaz de capturar en sus redes a nuestra mente y nuestro corazón. Y si bien en los últimos siglos los relatos han encontrado nuevos vehículos para acercarse a quienes los esperan ávidos (películas, series, cómics, videojuegos, etcétera), los libros son el más antiguo y longevo de ellos. Así, las historias compartidas en el interior de una comunidad más bien pequeña fueron capaces de trascender los límites del tiempo y la distancia de manera mucho más eficiente.
Pero, ¿por qué tanto esfuerzo en compartir y difundir historias? Esa sensación de placer —tan similar a la que produce disfrutar de una buena comida— que nos dejan las narraciones bien contadas puede darnos una pista. La propia naturaleza “premia” las conductas que favorecen el desarrollo de nuestra vida y, aunque por mucho tiempo se consideró a la transmisión de historias principalmente como una forma de entretenimiento, estudios en el campo de la neurociencia nos cuentan que hay mucho más ahí.
En su libro Wired for Story, la escritora, editora y docente norteamericana Lisa Cron nos dice lo siguiente: “Contar historias, resulta, fue crucial para nuestra evolución, incluso más que los pulgares oponibles. Estos nos permitieron aferrar, las historias nos dijeron a qué aferrarnos. Contar historias es lo que nos permitió imaginar lo que podría ocurrir en el futuro y prepararnos para ello. Estamos programados para recurrir a las historias para aprender a recorrer los caminos de la vida”.
Y en otra parte agrega: “Las historias nos permiten simular intensas experiencias sin tener que atravesarlas de verdad. Esto era un asunto de vida o muerte en la Edad de Piedra, donde si esperabas que solo la experiencia te enseñara que ese sonido entre los arbustos era un león buscando su almuerzo, tú terminarías siendo el plato principal. Y es aún más crucial ahora, porque una vez que dominamos el mundo físico, nuestro cerebro evolucionó para afrontar algo todavía más complicado: el reino de lo social. Las historias evolucionaron como una manera de explorar nuestra propia mente y la de los otros, como una suerte de ensayo para el futuro”.
“Subir de nivel” nuestra herramienta más poderosa
Las frases repetidas tenían entonces su grado de razón: leer sí nos hace mejores, pero no solo desde el punto de vista romántico de elevar nuestro espíritu a través del disfrute del arte, ni desde la afirmación casi ingenua de que nos hace “más buenos”, sino desde una consideración práctica: la de desarrollar la herramienta más poderosa con que contamos, que no es otra que nuestro cerebro.
Una historia bien contada, con personajes que se sienten tan reales como las personas que comparten nuestro día a día, tienen el poder de transformarnos, impulsándonos a contemplar aristas de la existencia que quizás de otra manera no habríamos considerado y ayudándonos a desarrollar algo tan esencial en nuestro relacionamiento como la empatía.
Al igual que quien viaja y experimenta de primera mano nuevos aspectos de una cultura diferente, la lectura nos ofrece —de una manera fácil y barata— una de las mejores cosas que trae consigo el pasar de los años: la experiencia.
Adquirir experiencia mediante las historias —más todavía mediante la lectura, por el grado de involucramiento e intervención del lector que requiere— nos ayuda a “subir de nivel”, como dirían los jugadores de videojuegos. A vivir muchas vidas, como sostiene otra frase bien conocida, convirtiéndose en un elemento muy útil (aunque tampoco infalible) para entender a las otras personas y a nosotros mismos.
La importancia de las historias de ficción
Todo lo dicho arriba parecería muy sencillo de entender cuando hablamos de obras de no ficción, ya que no cabe duda de que las historias de vida de aquellas personas que han atravesado situaciones únicas y destacables, o el relato de aquellos hechos extraordinarios, capaces de hacer aflorar lo más sorprendente del espíritu humano, nos aportan experiencias invaluables. Pero ¿se puede decir lo mismo de las historias de ficción, aquellas que existen solamente gracias a la vívida imaginación de sus autores? Evitemos confundir el término “ficción”, que engloba todas las obras surgidas de la invención de sus autores, con el de “ciencia ficción”, género de características particulares dentro de la ficción.
La respuesta es sí. De nuevo los estudios realizados en el área de la neurociencia nos revelan una característica muy interesante de nuestro cerebro, tal como lo expone el escritor y docente mexicano Jorge Volpi, en su libro Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción: “Cuando leo las aventuras de un caballero andante o la desgracia de una mujer adúltera; cuando presencio la indecisión de un príncipe o la rabia de un rey anciano; cuando contemplo la avaricia de un magnate de la prensa o la caída de un imperio galáctico, o cuando lucho por sobrevivir a un ataque de invasores alienígenas, mi mente sabe que me encuentro frente a un escenario irreal y al mismo tiempo se esfuerza por olvidar o sepultar esa certeza mientras dura la novela, la pieza teatral, la película o el juego de video. En resumen: la conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales”.
Gracias a nuestras neuronas espejo, a pesar de saber que estamos ante una “invención”, nuestro cerebro reacciona tal como lo haría si fuéramos nosotros quienes vivimos las aventuras de las que somos testigos gracias a la lectura.
Agrega el citado escritor mexicano: “No quiero exagerar: leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas —y quien no persigue las distintas variedades de la ficción— tiene menos posibilidades de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo. Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios, como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores formas de aprender a ser humano”.
La lectura y, sobre todo, la lectura de buenas historias de ficción nos ofrece el regalo de la experiencia humana condensada, cuidadosamente curada para llegar a lo más hondo de cada uno de nosotros, desde los distintos rincones del mundo y de la historia. No solo nos permite pasar un buen rato, conociendo lugares, personas y situaciones que de otra manera estarían muy lejos de nuestra realidad, sino que nos ayuda a navegar esta existencia compleja que nos toca, abriéndonos los ojos a nuevas y mejores maneras de entenderla y de comprendernos a nosotros sus habitantes, de pie sobre los hombros de quienes nos precedieron y de quienes nos acompañan en esta aventura llamada vida. Esos gigantes que eligieron y eligen regalarnos algo único e irrepetible: el mundo, visto a través de sus ojos, en un momento y en un lugar que no habrá de repetirse jamás.
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