La odisea de los retablos
La parroquia Santísima Trinidad —que da nombre al barrio donde se ubica—, una magnífica construcción del s. XIX, contiene dos retablos que fueron construidos y colocados originalmente en la antigua iglesia franciscana de San Buenaventura en Yaguarón, en el año 1586. Después de exponerlos a un abrupto traslado, al polvo acumulado por décadas, al maltrato y al ataque de insectos, hoy recobran su brillo para estimular la imaginación y sobre todo la fe de quien se anime a pasar por allí y apreciarlos.
Texto y fotos de Fernando Franceschelli.
Como si de las aventuras de Ulises se tratara en el relato épico de Homero, en las cuales, después de la guerra de Troya, regresa a los brazos de su amada Penélope en Ítaca, los vaivenes de los retablos laterales de la iglesia de Yaguarón están llenos de historia, amor, descuidos y renacimiento.
El periplo nace, aparentemente, de las manos del artista José de Sousa Cavadas, un portugués que realizó obras religiosas y decorativas en diversos lugares de la América colonial. Las piezas de las que hablamos son dos retablos de unos imponentes ocho metros de altura, con una profusión de detalles decorativos bidimensionales increíbles que coinciden con la factura del portugués. Además, hay tallas con volúmenes abruptos con volutas, flores y módulos fitomorfos y geométricos que se repiten infinitamente. Color y brillo de una pomposidad inmensa que impresiona y roba magníficamente la mirada.
El inicio de la odisea
Esa misma atracción sintió seguramente Carlos Antonio López en 1854 al ver esos retablos —que originalmente estaban destinados a la adoración de la Inmaculada Concepción, el primero y a su hijo Jesús, el segundo— en su emplazamiento original. Don Carlos ya estaba tramitando la construcción de la que sería su capilla y mausoleo familiar, en la loma frente a su casa de campo, ubicada en lo que hoy es el predio del Jardín Botánico. Seguramente, de ese deslumbramiento surgió en la mente del presidente la idea de traer los retablos a la capital y colocarlos sobre las paredes laterales de iglesia en Trinidad, que según se constata en la documentación, para él significaba tanto. En dicho documento la define como “la más suntuosa que el Gobierno mandó construir”.
Don Carlos solicitó por nota al “jefe de urbanos” Juan Esteban Oviedo que hiciera las gestiones necesarias para traerlos a su nueva ubicación, desarmados y en 16 carretas, en un viaje de unos 60 kilómetros. Según Clarisse Insfrán Echauri, directora de Registro de Patrimonio de la Secretaría Nacional de Cultura (SNC), los retablos se trajeron a la actual Trinidad a pedido del presidente, previendo que ese sería su mausoleo familiar. De hecho, la lápida de piedra que estuvo sobre su tumba aún se conserva en la sacristía del templo.
Los restos del presidente estuvieron allí durante 77 años, hasta que se trasladaron al Panteón Nacional de los Héroes y Oratorio de la Virgen de la Asunción en el centro de la capital. Los dos retablos laterales se encuentran en el mismo lugar, donde se rearmaron en 1854.
En Ítaca no todo es perfecto
Si bien las piezas monumentales no volvieron a moverse, en ese lugar comenzó una nueva odisea. Mientras el tiempo transcurre, la madera estacionada continúa reaccionando a los cambios de temperatura, de humedad y luz. Eso genera micromovimientos que producen pequeñas fisuras en el material y sobre todo en la fina policromía que recubre las piezas.
En nuestro país, los niveles de humedad en el ambiente y el suelo son particularmente favorables a la proliferación de insectos xilófagos (que se alimentan de madera). Una obra de este material, estacionada durante siglos, que además está ubicada en lugares oscuros o poco ventilados, es un imán para estos bichos. Estos factores casi imperceptibles a lo largo del tiempo fueron deteriorando los retablos lenta, silenciosa y drásticamente. Se sumó también el desconocimiento de los responsables del lugar, que en el afán de limpiarlos, les pasaban escobas (abrasivas) o trapos húmedos para quitar el polvo a las policromías sostenidas delicadamente sobre el soporte y solubles en agua. Como resultado, el color de la superficie fue perdiéndose. El recubrimiento de oro fue desprendiéndose al rasparlo durante las limpiezas y la estructura de la madera fue desapareciendo en buena parte, comida por las termitas o kupi’i. Como resultado de todo esto, los retablos se dañaron de una manera casi irreversible.
Ulises venga a Penélope y recupera su reino
Gracias al pedido de la sociedad trinidense y el cura párroco de la iglesia, las autoridades nacionales acudieron al pedido de auxilio. Los trabajos en el retablo derecho quedaron en manos de la SNC, y del izquierdo, mucho más dañado, a cargo del MOPC. En el caso del derecho, explica Clarisse, los trabajos incluyeron varias etapas que iniciaron con el estudio previo de la obra.
Historiografía, iconografía, análisis minucioso del estado de la estructura, policromía y dorados a la hoja. Realizado y aprobado un protocolo de intervención, y habiendo conseguido fondos tanto del Estado como de un donador privado para el pago de mano de obra y compra de materiales, todo comenzó.
Los trabajos consistieron fundamentalmente en una exhaustiva limpieza mecánica (que devastó milímetro a milímetro capas y capas de material acumulado durante décadas) y también química, con solventes especiales para retirar lo que la limpieza mecánica no logró. Además, se hicieron algunos retoques en la policromía perdida y, por último, se reintegró el dorado a la hoja que se había perdido con el tiempo. Un capítulo importante de esta odisea es el hecho de que en 1976 ya se habían hecho algunos trabajos de restauración.
Cuando eso se utilizaron técnicas hoy ya en desuso, como la inmersión en cera de cada una de las piezas que conforman el conjunto. Ese material se suponía protegía su superficie, pero además funcionaba como un excelente receptor y acumulador de partículas de polvo. En esos trabajos de los 70 estuvieron dos de las restauradoras que hoy también participan de las tareas de rescate: las notables Verónica Verón y Petrona Villagra, un aporte de experiencia importantísimo a los trabajos actuales. Paralelamente, el retablo izquierdo lamentablemente debió ser desmontado, pues ya corría riesgo de colapsar. El ataque de las termitas no perdonó ni un milímetro de esta verdadera joya.
Como aclara Insfrán, una vez terminada la restauración y conservación, serán necesarios trabajos preventivos posteriores en los retablos, con limpiezas periódicas (por lo menos dos veces al año) hechas por profesionales, que no dañen la superficie. Eso nos da la pauta de que la odisea de los retablos de Yaguarón, que desde el siglo XIX pertenecen a Trinidad, no ha terminado aún. Tal vez, con el tiempo y la ayuda de profesionales idóneos de la conservación y la restauración, el periplo de estas joyas coloniales llegue a buen puerto, como si de la vuelta y el reencuentro de Omero y Penélope se tratara, con un final feliz, inspirador y brillante, como la mismísima isla de Ítaca.
Las sorpresas
El estudio de la documentación y el análisis iconográfico de estas obras arrojó varias sorpresas. Por ejemplo, si bien los retablos originalmente fueron destinados a la adoración de la Virgen y de su hijo, al trasladarlos a Trinidad, a pedido del presidente de la nación, se reemplazaron las figuras de los nichos principales por las de san Carlos Borromeo, el derecho, y de San Juan Bautista, el izquierdo, santos de los que don Carlos y su esposa Juana Pabla Carrillo eran devotos, respectivamente. Otra sorpresa fue el descubrimiento bajo coberturas posteriores de color de capas originales de glasé, una técnica antigua en la que se aplicaba una base de plata con coberturas semitraslúcidas para obtener brillos excepcionales.
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