La importancia de la representación
La historia de una niña prodigio que aprende a jugar al ajedrez en el sótano de un orfanato parece emular la vida de Bobby Fischer, maestro de ajedrez en los 70. Pero el autor de la novela original, Walter Tevis, eligió de protagonista a una mujer. ¿Cómo logra Gambito de dama fugarse de los estereotipos?
Beth Harmon no existe. Es un personaje ficticio que protagoniza la novela de suspenso The queen’s gambit, escrita por el autor estadounidense Walter Tevis. Los enormes ojos marrones de Anya Taylor-Joy, que se asoman por detrás de sus dedos entrelazados, aguardan impacientes a la reacción de su oponente. Ni el libro ni la miniserie Gambito de dama —estrenada el 23 de octubre en Netflix — están basados en una historia real, pero la manera en que se van moviendo las piezas a través de cada episodio hablan de un producto que está a la altura de la conversación sobre los estereotipos.
Entramos a ver la serie con nociones preconcebidas de cómo esperamos que sean ciertos personajes: un padre irresponsable, una madre suicida, un talento escondido, una historia de amor, un universo masculinizado. Pero Gambito de dama prueba equivocado al espectador una y otra vez. Juega con el contrato de lectura y se anima a utilizar elementos de distintos géneros cinematográficos sin casarse con ninguno.
Anya Taylor-Joy interpreta a Beth Harmon, una joven huérfana que a los nueve años aprende a jugar ajedrez con el conserje en el sótano del orfanato. A partir de allí comienza su búsqueda de convertirse en la mejor jugadora del mundo mientras lucha con problemas emocionales y su dependencia a las drogas y el alcohol.
En un episodio, nuestra protagonista da su primera entrevista y es interrogada por una periodista que, plagada de prejuicios y lugares comunes, intenta encontrar la razón por la cual una mujer podría interesarse por los torneos de ajedrez. “¿Te imaginaste alguna vez al rey como un padre y a la reina como una madre? ¿Uno para atacar y el otro para proteger?”, le arroja. “Son solo piezas y, de todas formas, fue el tablero lo que noté primero. Es un mundo de solo 64 cuadrados, me siento segura en él”, contesta Beth.
En esas líneas, podría estar hablando del tablero como ese lugar en el que nos encontramos simbólicamente todas las personas, sin importar el valor que se nos ha asignado. Es posible llevar el análisis un poco más allá y comprender al juego como a la vida misma: un conjunto de estructuras y representaciones sobre las que (nos) construimos (a nosotros y a los demás). Un sentido que subyace a lo explícito. Es por eso que quizás se dice que quien domina al ajedrez parece haber encontrado la llave secreta para comprender nuestra existencia.
La defensa siciliana
Muchos fanáticos y fanáticas de Gambito de dama probablemente ya sepan de memoria lo que significa la defensa siciliana, la técnica de apertura mediante la cual las piezas negras contratacan en el tablero con un peón lateral desde la primera jugada. La tenacidad de Beth Harmon se trasluce en la utilización de esta estrategia como marca personal y es, a menudo, criticada por elegir un riesgo por el que optan los jugadores más temerarios. Esa defensa es también una forma de expresar la personalidad de la joven en la serie: desde pequeña comenzó a automedicarse y, más tarde, encontró un refugio-castigo en el alcohol.
Aun así, la defensa siciliana no es el único aspecto técnico mencionado en la serie. El gambito de dama existe desde los inicios del ajedrez moderno y signifi ca “sacrificar” una pieza, cederla al oponente para posicionarse mejor en el tablero. Por ejemplo, puede suceder que las blancas ofrezcan un peón a cambio de un mejor control del centro. El nombre de la serie también podría responder a la manera en que Beth Harmon tuvo que hacerse un lugar para competir en un juego considerado de hombres.
En un artículo de la revista Anfibia titulado Ni puta ni santa: ajedrecista, Mariana Levy cita a la filósofa argentina Diana Maffía en su artículo Contra las dicotomías: feminismo y epistemología crítica, en el que se refiere al patriarcado como ese lugar que “crea dicotomías”, binomios de los que no se puede escapar. De acuerdo con esta narrativa, una mujer que se mete a un mundo de hombres, como el caso de Beth Harmon y el ajedrez, también debería “caer” en estos binomios.
“O es la femme fatale y usa su sexualidad para obtener lo que quiere (…) o es una mujer totalmente asexuada y con apariencia masculina. Estar en un mundo de hombres implica comportarse como ‘uno más’”, escribe. Pero Beth Harmon no es ni asexuada ni femme fatale. Rompe con esta grieta estereotípica y es ese, va a decir Levy, el gesto más feminista de la serie.
Micaela Libson, guionista y ajedrecista, sostiene: “Cada personaje es una pieza: Benny Watts es el caballo, se viste como un caballero con capa y sombrero; Harry Beltik es el alfi l, representa la moral; los gemelos Matt y Mike son las torres, los protectores; Townes es el rey, al que ama pero no puede alcanzar. La historia relata cómo ella se va transformando en la pieza más fuerte del juego”.
Quizás por todo esto, la miniserie dirigida y producida por Scott Frank fue la más vista de la historia de Netflix. Ingresó al top 10 de las series en 92 países y en 63 alcanzó el puesto número uno, según dicha distribuidora. Pero eso no es todo: en varios sitios desempolvó la pasión por ese deporte; tanto es así que desde su emisión, las búsquedas relacionadas con el ajedrez se duplicaron en Google. En eBay aumentó la venta de tableros y la plataforma online Chess.com aumentó cinco veces sus suscripciones.
La metáfora del tablero
The Wire, considerada por la crítica como una de las mejores series de televisión de todos los tiempos, también juega con la metáfora del ajedrez para hablar de algo más. Nos arrastra al universo de las drogas en la tripa de Baltimore (Maryland, Estados Unidos). Allí, las ideas hegemónicas de la cultura urbana se destruyen una por una. Toma todo lo que creemos saber y lo hace algo completamente diferente. Y es que no hay blancos y negros, como en las ideas verdaderamente complejas y en la realidad.
El tablero aparece en un escenario poco convencional, en el medio de un barrio marginal de Baltimore, para explicar los eslabones en la cadena del poder, la articulación de los espacios políticos que ocupan las personas (ya sean policías o narcotraficantes) y la relación con sus vidas precarias dentro del mundo de las drogas. Pero cualquiera que haya visto un poco de The Wire sabe que la identidad es la parte fundamental de su eje narrativo. Se opone a las normas raciales y se niega a fabricar soluciones simples para problemas políticos complicados en el tiempo que le concede cada episodio o temporada.
¿Qué tienen en común Gambito y The Wire? En ambas hay una complejización de las categorías asignadas social e históricamente. Si bien el color y el género no son invisibles, las representaciones de los cuerpos racializados y los feminizados en la pantalla grande y chica tienden a plantear universos dicotómicos que están, además, enfrentados. Gambito de dama se propone dar una lectura sobre la vida de las mujeres de los 60 con la particularidad de que la diferencia sexual y de género pasa prácticamente inadvertida.
A lo largo de los siete episodios, Beth Harmon se negó cada vez que un contrincante le ofrecía “tablas” (un empate). Así lo había aprendido de su primer maestro que le transmitió todo lo que sabía. Le enseñó las reglas y el respeto por el juego, los códigos entre concursantes, el protocolo en las grandes competencias y la dignidad del perdedor. Esta última fue una lección importante que nunca olvidó: hay que aprender cuándo es momento de retirarse y reconocer una derrota. Incluso siendo reina.
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