Columna

Mi relación con el apego

El tapado verde

La vida se divide entre quienes saben soltar y quienes se aferran con todas sus fuerzas. A cosas, personas, sueños, sentimientos. Minimalistas de un lado y acumuladores del otro. Yo me encuentro entre los segundos.

Decir “hasta acá, ya fue” es de una liviandad que me encantaría hacer mía, pero no me sale. Soy de las que duelan hasta el iPhone cuando, tras cambiarle la batería, la pantalla y someterlo a todas las actualizaciones posibles, se despide, producto de la obsolescencia programada. Me siento abandonada cuando mis amigas se van de vacaciones y no me hacen parte de su día a día. Sigo apegada a mi crush de adolescencia, que nunca supo de mis sentimientos.

En tiempos en que las sociedades y los amores son líquidos, como diría Zygmunt Bauman, esta forma de ser mía es bastante a contracorriente y muy poco moderna.

Una anécdota que refleja esta cualidad sucedió un julio frío como este, hace exactamente una década. Pero antes, hay que dar el contexto y el antecedente de la anécdota.

Decir “hasta acá, ya fue” es de una liviandad que me encantaría hacer mía, pero no me sale. Soy de las que duelan hasta el iPhone cuando, tras cambiarle la batería, la pantalla y someterlo a todas las actualizaciones posibles, se despide, producto de la obsolescencia programada.

A los 25 años gané una beca y fui a vivir a Francia por ocho meses. Para que entiendan, ir a Francia —y más específicamente París— era el sueño de mi vida hasta ese entonces. Pero antes de conocer la Ciudad Luz, me tocó vivir unos meses en Castres, un pequeño (y cuando digo pequeño, es pequeño) pueblo del sur de ese país. Así que tuve que esperar unos meses, ya viviendo en la nación del champán y el roquefort, hasta poder estar en su capital. Se imaginan las expectativas hasta ese momento. Llegó a tal punto que fui comprando todo un guardarropa nuevo para mi llegada.

Dentro de esos preparativos, paseando por un mercadillo en Burdeos, me encontré con un tapado verde, de estilo militar. A pesar de que lo bélico me repele, fue amor a primera vista. El color me recordaba al icónico vestido esmeralda hecho de cortinas que llevaba Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó.

No sé ya ni dónde le encontré unos guantes del mismo tono que me hacían parecer una Evita Perón, pero paraguaya.
Triunfar en un look curado, de pies a cabeza, para mis primeras fotos frente a la Torre Eiffel fue un sueño cumplido que puede parecer superficial, pero para la veinteañera que era en ese momento representó lograr muchas cosas que pensé que no eran para mí: viajar por Europa, sentirme bella y elegante. Y lograr por mi propio mérito conquistar esos sueños pequeños y grandes. El tapadito verde era todo eso.

Aparte de formar parte de esa primera experiencia en París, el abrigo en cuestión me acompañó a través de todos mis viajes invernales y en innumerables momentos. Uno de ellos, mucho menos glamoroso pero igualmente memorable, sucedió dos años más tarde, cuando en una de esas atípicas noches heladas en Asunción lo llevé sin pensarlo a un bar de mala muerte que, entonces, era el lugar elegido para celebrar todo con mis amigas, incluido mi último día de trabajo en esta misma editorial desde donde hoy publico mis columnas.

En la euforia y la mezcla de emociones de esa noche, en un momento dejé mi tapadito verde apoyado sobre una mesa para ir a bailar. Grave error. Fue la última vez que lo vi. En ese bar que no me había visto siquiera llorar por hombres derramé mis primeras lágrimas por el abrigo que fue hurtado. Con el corazón roto y el cuerpo descubierto, las lágrimas me acompañaron en el taxi de camino a casa, hasta que me dormí sollozando.

Intentaron consolarme después: me dijeron que fue un tapado que vivió conmigo, que hay que dejar lo viejo para dar paso a lo nuevo, que era un hermoso símbolo del exitoso comienzo que me esperaba, que las fotos en París serían eternas. Pero nada de eso me consoló del todo. Desde entonces, nunca encontré un tapado que ocupara su lugar.

Probé pensar en los tapados como se piensa en el amor, cuando una intenta curar un corazón roto. Que no se trata del tiempo que duran, sino de las memorias que nos quedan.

Probé pensar en los tapados como se piensa en el amor, cuando una intenta curar un corazón roto. Que no se trata del tiempo que duran, sino de las memorias que nos quedan. Que vendrán varios en la vida, por lo que no vale la pena aferrarse a uno solo. Que nos pueden gustar varios a la vez y que eso no les resta valor. Que están hechos para acompañarnos en las temporadas frías, pero que hay que dejarlos ir cuando llega la primavera. Que, quizás, no se trate de la prenda en sí, sino de las amigas que nos dan abrigo y nos ayudan a buscarlo, y que transforman una memoria de pérdida en una anécdota cómica y épica que será repetida hasta el cansancio.

Pero a pesar de todos los años que han pasado de esa noche en el bar, aún siento nostalgia y melancolía cuando pienso en mi tapadito verde, y en la chica romántica y soñadora que fui con él. A veces me pregunto si seguiría aún conmigo si es que no lo hubiera llevado aquella noche; o peor, si el desgaste de los años me habría llevado a abandonarlo en una tienda de segunda mano o heredarlo. Me pregunto también si yo sería diferente si aquella pérdida no hubiera sucedido.

Cada vez que me pongo este nuevo abrigo, me digo que ya es hora de ablandar ese apego por el tapadito verde, me repito que al aferrarme no me estoy permitiendo abrir paso a nuevos encuentros igual de emocionantes con otras prendas.

Hoy, a mis 37, el tapado que me acompaña en estos días fríos es color crema, largo y minimal, apropiado para esta etapa más madura, más sobria. Este no lo encontré en un mercadillo, sino que lo escogí del catálogo online de H&M. Y me gusta, sí. Pero no me enloquece. Y al ser de una marca fast-fashion, ya tiene fecha de caducidad anunciada por anticipado.

Cada vez que me pongo este nuevo abrigo, me digo que ya es hora de ablandar ese apego por el tapadito verde, me repito que al aferrarme no me estoy permitiendo abrir paso a nuevos encuentros igual de emocionantes con otras prendas. Quizás una falda tubo, quizás unas botas, quizás un trench.

A veces pienso: si tan solo pudiera soltar… Si tan solo.

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